Los riesgos del ocio

Un día, cuando todo esto pase, tendré tiempo de revisar cada rincón de la casa en búsqueda asesina del polvo que se fue acumulando durante todos estos meses. Iré con mi paño aceitoso, dejando brillos donde antes hubo indiferencia.

Un día, cuando todo esto pase, dejaré de observar a través de mi ventana el baile sin fin que realizan las aves desconocidas en mi árbol vecino. El mismo que todavía me mira con dolor por haber sido podado de manera inclemente; castigo por la cantidad de hojas que soltaba cada otoño.

Un día, cuando todo esto pase, dejaré de entretenerme con las discusiones entre chanates, pichones y chileros que se llevan a cabo en la barda de mi casa que puedo mirar desde la otra ventana. Dejaré de ponerles nombres a las palomas, dejaré de esperar que el cielo cambie de colores; mi mente dejará de divagar, de esperar en paz mientras escucha los sonidos de los gorriones y los carpinteros que se dan la gran vida entre los árboles.

Un día, cuando todo esto pase, dejaré de contemplar y entonces tendré fuerza para bajar las cortinas cada vez más sucias, cada vez más oscuras de mugre; tendré fuerza para lavar ventanas en lugar de admirar la vida a través de ellas.

Cuando todo esto pase, saldré a barrer, a tender ropa, a pensar en la manera de mantener siempre radiantes estos pisos, en cómo evitar que el baño se ponga mohoso, y acomodaré los trastes en el lugar correcto.

Cuando todo esto pase, voltearé a ver lo desordenado de la casa y doblaré la ropa y haré las cosas sin importancia que forman parte de la cotidianeidad.

Cuando todo esto pase, no miraré a las tórtolas en su nido, esperando el vuelo de los pichones. No miraré el limonero; no me percataré de los azahares dando paso a pequeñas bolitas verdes que van creciendo en el día a día. Dejaré de curiosear en los cambios en las hojas del nogal, las migraciones de cotorros, los diferentes grados de calor del viento.

Un día, cuanto todo esto pase volveré a lo mismo de antes. Seguiré acompañando a mi mirada ansiosa de ver los anocheceres y los rosas y amarillos del amanecer. Seguiré dejando que la loza se amontone en la mesa, olvidada por culpa del monzón que se contempla con la puerta abierta.

Cuando todo pase, la esperanza será mi abrigo.