Los riesgos del ocio

Tal vez, si hubiera existido la educación sexual en mi infancia, en mi colegio de monjas, en la primaria oficial, en la casa… las niñas bonitas solo seríamos eso, sin manoseos incomprensibles, sin penetraciones dolorosas, sin silencios culpables. Todo estaría interpretado y al primer abuso podríamos ir con todas las de la ley a avisarle a papá, a mamá, sin miedo, sin sentir que nosotras estábamos haciendo algo mal. Si hubiera existido la verdad de nuestros cuerpos, de nuestros placeres y necesidades, de lo normal que puede ser el sexo y lo aberrante que es el que alguien haga uso de ti, todo hubiera sido más fácil. Sin niñas huyendo de casa, sin adolescentes llorando en la banqueta sintiéndose diferentes a todos, deseando ser igual que las demás, sin saber de los oscuros deseos de manos toscas, adultas que nunca debieron estar ahí.

Es posible que, si hubiera existido la plática sobre la naturaleza sexual del ser humano, en casa, en la escuela, como algo normal y natural, no habríamos escuchado las expectativas de los demás sobre nuestros cuerpos. No tendríamos que haber ido a quita quilos o a tragones anónimos siendo adolescentes hormonales cuyo único problema fue estar en crecimiento. No habríamos cargado los comentarios de los demás sobre nuestra delgadez o gordura; sobre la ropa que comenzamos a amar pero que siempre tenía el juicio de los demás porque era demasiado corta, o escotada, o sin tela en hombros, espaldas, cuellos. Para ellos parecíamos prostitutas, o busconas o sucias perras.

Es posible que, si nuestros padres hubieran visto la sexualidad como parte de una realidad humana, nos hubiéramos ahorrado años de terapia, años de aprender por nuestra cuenta a querernos con nuestros cuerpos tal cual son. Y aceptar que nuestros gustos en vestimenta son solo eso.

No dudo de que, si hubiera existido educación sexual completa, sin palabras a medias, ni ideas dichas con eufemismos, sin temor a la palabra precisa, correcta, exacta, mucho de lo que sucedió tras bambalinas, en las mejores familias, no hubiera pasado. Muchos tíos, padres, padrastros, hermanos, primos habrían sido detenidos a tiempo. Porque una educación verdadera no tendría por qué ver con un machismo aceptado ni una putería “natural” en esas niñas “provocativas y provocadoras de los bajos impulsos de los hombres, culpables desde que nacen de coquetear con esos pañales, que no sé por qué se los ponen” (supongo que notan mi sarcasmo).

Con una educación sexual familiar y verdadera, escolar y social, podría haber sido madre de tres hijos, sola, “esa que abandonó al marido” golpeador, sin sentir que estaba desencajada del mundo, sin tener que soportar las miradas de las tías, de algunas primas, de los hombres que juzgan, que creen que porque una está sola lo primero que busca es un macho para coger; había sido dejada en paz para criar a mis hijos sin ser acosada, sin violencia verbal de los demás, sin tener que defenderme con cada salida, en cada trabajo, podría haber contestado con las palabras correctas a todos los que intentaron “hacerme sentir menos sola”. Porque la educación adecuada, la palabra correcta les enseñaría que el sexo no es con cualquiera y una mujer puede escoger y no es algo que nos tenga desesperadas.

Tal vez estoy diciendo cosas sin sentido. Lo cierto es que cada cierto tiempo (lustro, década, año) regresan los monstruos de mi infancia a decidir, a gritar lo malo que es saber cosas, lo perverso que es enseñarles a los niños la verdad. Monstruos que atacan por igual, que te acusan de lo que ellos te han hecho, como si uno los incitara a esos pecados que colocan en la frente de todos.