La voz de la tierra roja: humor y crítica hacia el patriarcado

“La honra es una carga que se lleva entre todos”
(Yerma. F. García Lorca)

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En  “La voz de la tierra roja”  las  chismosas también hacen comunidad, Cacho es la más activa en esa afición, con su mirada vigilante y entrometida, padece, como todas y todos sus coetáneos, el rol que le ha sido impuesto por su grupo a saber, exigir de todos sus individuos el respeto a las normas y principios que sostienen la estructura en la que les tocó nacer,  sostienen lo que podríamos llamar  ¨la honra¨.   Si a Cacho la viéramos con benignidad y no con desaprobación, nos daríamos cuenta que está atrapada en la misma demarcación de significados que  el resto de los personajes, a quienes parece oprimir.

Patricia, la protagonista, hija ilegítima de un hombre que probablemente era el cacique del poblado y  tenía hijos e hijas como quien tiene geranios,  y de una mujer muerta ya seguramente de tristeza y olvido;  Patricia  realiza un  acto magnífico, busca escapar de la red que la sujeta, y quiere vivir bajo un árbol, clásica imagen del cobijo, y muy cerca de la tierra roja, la tierra madre; quiere escuchar su voz dulcísima y dejar de aturdirse con el ruido insultante de los suyos.  El acto es magnífico porque busca abandonarse a sus propias posibilidades, aunque de momento tenga que robar algunas posesiones  de sus vecinos y vivir fuera del pueblo.

La historia es de Ignacio Garibaldy, Nacho para los amigos y guerrillero como aquel italiano célebre del siglo XIX. Ganó el prestigioso Premio Nacional de Bellas Artes Perla Szuchmacher.  Guerrillero es también su gesto de exhibir las exclusiones que seguimos ejerciendo ante cualquier prófugo del entramado simbólico del patriarcado. Nos exhibe a todos y todas siendo como la chismosa del pueblo, erigiéndonos en baluartes de una supuesta forma ideal de ser humanos y arrebatándole tranquilamente esa dignidad a cualquiera que se diferencie.

El montaje de la compañía Luciérnaga Teatro estuvo en una temporada recientemente en el Teatro Garibay, bajo la dirección de Karina Carrasco.

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“¡Hay que cantar

  cuando el hombre nos trae

  la corona y el pan!”

“Yerma” fue escrita en 1934 y en ella se percibe la misma denuncia que en la historia que nos ocupa, la del machismo imperante y el papel de la mujer como pertenencia y al servicio del poder masculino.  El verso aparece en la escena de las lavanderas, como las de “La voz de la tierra roja”.  Casi un siglo después, ese papel no ha cambiado mucho y cuanto más sea rural sea el ambiente, aún menos.

“La corona y el pan”

La validación y el sustento es lo que las mujeres del pueblo esperaban y esto provendría de un hombre que las seleccionara cual ejemplar de ganado.  Con una frase burda y prosaica “ya se le desarrolló el cuerpo”, cualquier representante del género masculino estaría en completo derecho de llevar a su casa a quien se encargue de las tareas del hogar y de la cama.

Patricia desafió ese mandato y con dificultad logró esquivarlo.  Lázaro, el pretendiente de la hermana, es el encargado de preservar la ley y viéndolo juguetear, casi tierno, no nos lo parece, pero sí, como a todos los de su estirpe le cae encima sin deberlo, y  desde luego sin temerlo, la tarea y el privilegio de hacer funcionar el mecanismo.   Patricia y, un poco después su hermana, Dolores, buscan conservar las coherencias del mundo natural y fluido de la tierra, de sus ritmos y confiar en ellos;  en cambio, la comunidad de hombres y mujeres patriarcales busca conservar precisamente lo contrario: las incoherencias, lo reglado arbitrariamente, la dominación, la lucha por obtener trofeos de reconocimiento y estatus frente a sus iguales.  

La violencia y la discriminación funcionan como dispositivos para perpetuar esa reglamentación y, aunque llenos de humor, los personajes se trenzan en un conflicto que el macho de la horda pretende resolver con un recurso hilarante y simbólico: el olor a hombre. Lázaro anestesia a las mujeres haciéndoles aspirar el aroma acerbo de sus axilas.

Luego lo inhalará él mismo y sus compinches que pretenden impedir la huida de las hermanas hacia otras conversaciones,  otras comunidades menos opresivas;  no sabemos si lo logran  pero son despedidas con las palabras de su propia madre, ya muerta y seguramente explotada como el resto de las mujeres del colectivo, ahora colocadas en las bocas de sus captores gracias a un  último recurso liberador: rociarles fragmentos de la tierra roja sobre sus cuerpos vencidos por el olor y ahora despabilados con un nuevo discurso, respetuoso y amable.

El drama que la historia revela puede ser, si no nos damos cuenta, minimizado por el tono jocoso de la puesta en escena; podemos creer que la nostalgia por la madre ausente es lo más significativo de la historia y perder de vista lo grave de la devaluación normalizada hacia la mujer  en la cotidianidad.

El reparto, jovial y chispeante, con sinergias  frescas y potentes; el teatrillo de sombras, oportuno; el uso del espacio, la luz y la música, ampliamente mejorables.  La poética total del montaje logra empatizar hasta lo entrañable.

Foto: cortesía Luciérnaga Teatro.

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