The Fabelmans (2022)
La magia del cine, una frase que hemos escuchado en múltiples ocasiones. Puede que la misma tenga significados diferentes para cada individuo, pero la mayoría coincidimos en que esta habla sobre las emociones que nos hace vivir una vez iniciada la proyección. Todo el ritual, la experiencia cinematográfica, es un desborde de sentimientos. Desde el momento de escoger la película, comprar en dulcería, entrar a la sala y esperar que las luces se apaguen para maravillarnos con una serie de imágenes que se alejan de nuestra vida cotidiana, pero que al mismo tiempo se sienten tan reales que aceleran el pulso. Romances legendarios, dramas desgarradores, épicas batallas, travesías espaciales, terroríficas y monstruosas narraciones o historias entrañables, no importa cuál sea el tipo de género que prefieran, todos han demostrado que el cine es, sin una manera más acertada decirlo, mágico.
Si existe un director que ha logrado transmitir esto, durante más de 4 décadas, sin importar el tipo de cinta que realice, ese es Steven Spielberg. Dejando gustos personales de lado, aceptando que muchos años yo mismo rechacé su estilo, más nunca su talento que es imposible de negar, es el único (aunque con otros que se le acercan) que ha podido crear universos tan diferentes, pero a la vez con un sello tan propio y fantástico, como lo han sido sus trabajos Jaws (1975), Close Encounters of the Third Kind (1977), Raiders of the Lost Ark (1981) y sus secuelas, E.T. the Extra-Terrestrial (1982), Jurassic Park (1993), Schindler’s List (1993) y Saving Private Ryan (1998), por mencionar algunas de sus obras.
Resulta evidente que una persona que logra crear estos mundos y proyectar semejante carga emocional en su filmografía debe amar el cine como muy pocos lo hacen. ¿De dónde proviene este amor? ¿De qué forma se dio esta relación entre el cineasta y el séptimo arte? ¿Cómo fueron los inicios que lo llevaron a convertirse en uno de los directores más grandes de la historia? Todas estas preguntas encuentran su respuesta, si bien edulcoradas al mostrársenos en la pantalla, en su última película, The Fabelmans, próxima a estrenarse en nuestras salas y que nos muestra la historia del director, en formato semi autobiográfico con toques de ficción, transformando a su familia en la del protagonista.
La cinta no puede empezar de otra manera que no sea respondiendo algunos de estos cuestionamientos, ya que esto no es sólo su historia, es su amor al cine desde el primer contacto que tuvo con él y la primera toma nos lleva a su infancia, cuando siendo apenas un niño, Sammy (interpretado en esta etapa por Mateo Zoryan), es llevado por sus padres Burt (Paul Dano) y Mitzi (Michelle Williams) por primera vez al cine. La película en cuestión es The Greatest Show on Earth (1952) de Cecil B. DeMille, cosa que, a pesar de ser verídica, no deja de servir como una referencia, ya que Spielberg terminaría convirtiéndose en el sucesor de la grandilocuencia tan característica del ahora clásico realizador. La fascinación del pequeño es evidente desde el momento mismo en que inicia la proyección, pero de la manera en que los que amamos el cine tendemos a hacerlo, no es soló lo que se está viendo, es preguntarte cómo se hizo, qué quiere decir cada una de las imágenes, rascar mucho más profundo que el resto de los espectadores y soñar con que en algún momento tú harás algo como lo que te ha maravillado. No todos tuvimos la misma suerte, pero esta es la vida de Spielberg, él si la tuvo y esta es la historia de como lo logró, con los altibajos que la vida le va poniendo en el camino, los dramas familiares, los personajes que influyeron en él y las decisiones que tomó para ser lo que es ahora.
Spielberg, en la que podemos llamar su cinta más personal hasta la fecha, abre su corazón ante el público, mostrándonos la parte de su infancia y juventud que lo marcó, la ruptura de su familia en apariencia perfecta y el desfile de personajes que lo rodearon, algunos alentándolo, mientras otros no entendían que en su cabeza no se encontraban las ideas de un humano común, no uno destinado al trabajo de oficina y a una vida genérica como la mayoría. Un padre, que si bien resultaba un visionario en su campo, no entendía que la afición de su hijo no era un simple hobby como el lo pensaba; por otro lado, una madre que lo alentaba debido a sus propias frustraciones creadas a partir de haber permitido a su sueño y talento musical morir, en beneficio de una numerosa familia, con todo lo que esto conlleva, misma que casi termina consumiéndola y llevándola a la locura, mientras se ahogaba en esa vida que no era para ella. En medio de esto, después de una pérdida que lleva al límite a Mitzi y hace tambalear a la familia entera, la visita de otro integrante de la familia, el tío incomodo Boris (en magnifico Judd Hirsch que le bastan 10 minutos en pantalla para volverse memorable), es cuando, debido a las sabias palabras de este, el ahora adolescente Sammy (en la piel de Gabriel LaBelle), debe comenzar a pensar en lo que quiere para el mismo, más allá de lo que su entorno espere de él. Sus incipientes trabajos escolares tras la cámara, su primer amor, algunas pérdidas personales, los cambios de residencia, el descubrimiento de una verdad que debe cargar en silencio para no destruir a su familia, su intento por embonar en una sociedad que lo rechaza primero por judío y luego por no ser como el resto de los jóvenes de su escuela. Es decir, lo que muchos jóvenes viven, pero con el agregado de tratarse de alguien que creció para transformarse en uno de los hombres más exitosos, ricos y aplaudidos de su campo, lo que lo separa de los simples mortales como somos los demás.
En esta ocasión no seré tan técnico, porque la cinta debe abordarse desde otro ángulo, el sentimental. Claro, esta producción desborda calidad por todos lados y lo mencionaré, pero he decidido centrarme en lo que provoca, más que en el proceso de realización. Está en una película que está hecha con el corazón del director, aunque en su caso todas lo han sido, pero el tratarse de una historia que habla de sus padres y su relación con ellos, ahora que ambos han fallecido, la dota de un aire mucho más profundo que sus otros trabajos. Spielberg se encarga de retratarlos de la manera más verídica posible, pero volviéndolos cinematográficamente entrañables, como sólo él puede hacerlos. La selección de Paul Dano y Michelle Williams no pudieron ser más acertadas para esto, ya que nos transmiten sus miedos, frustraciones y deseos en cada una de las secuencias que aparecen.
Dano como Burt Fabelman nos brinda una de sus mejores actuaciones, como un hombre que representa en su totalidad a esa generación que estaba segura de que el trabajo y la familia eran suficientes para lograr la felicidad. Aunque visionario en su campo, siendo reclutado por diferentes empresas de computación a lo largo de la historia, se ve en la encrucijada de seguir sus propios sueños, sabiendo que arrastra a su familia a un estilo de vida que ellos no desean, pero que el considera el correcto. Al mismo tiempo, está consciente de que nunca ha comprendido a su hijo, quien parece alejarse de él cada día más, sabiendo que es su esposa la que comparte con este una manera de ver el mundo ajena para él. Mitzi es rebelde, autentica, extrovertida, por lo menos antes de que cuatro hijos la impusieran una domesticación que la constriñe en el plano emocional, por lo que ella lucha porque su hijo no pase por lo mismo, apoyándolo y guiándolo, a pesar de las fricciones que se dan entre ambos, cuando Sammy descubre su secreto, la razón de su depresión y el principal motivo de ese futuro abandono a su familia. Williams es quien se lleva las mejores escenas, algunos de los diálogos más logrados e impone su presencia como suele hacer cada que aparece en cualquier proyecto. El momento en que baila frente a las luces de un automóvil, como si estuviera poseída por la música, magistralmente fotografiada por Janusz Kaminski (quien ya ganó dos Oscares por trabajar con Spielberg en Schindler’s List y Saving Private Ryan, y que posiblemente vuelva a ser nominado por este trabajo), resulta en la escena más hermosa de la cinta, mostrándonos a un ser que pudo haber logrado sus sueños bajo otras circunstancias, un ente libre que en las condiciones adecuadas brilla a pesar de sentirse enjaulada.
En medio de esta familia se encuentra Sammy, el hijo mayor, deseoso de seguir sus sueños y encontrar un apoyo que desaparece una vez que su madre tiene que tomar la decisión de ver por ella o esperar a que su alma se marchite y muera. En este caso, al ser dos actores los que interpretan el personaje, son los adultos los que tienen mayor presencia en pantalla, mas no por eso las interpretaciones de los jóvenes dejan de ser notorias. Zoryan hace lo suyo en la parte referencia a la inocencia, los primeros acercamientos al cine y esa capacidad de asombro que tenemos cuando somos pequeños; el niño transmite cada uno de estos sentimientos con una naturalidad que no parece acorde a su edad, puesto que sus escenas deslumbran. LaBelle representa la confusión, la frustración y el proceso de maduración al que se ve enfrentado, sobre todo cuando su mundo comienza a desmoronarse y se debate entre estos dos mundos que sus padres representan. Puntos aparte merecen la escena en que se enfrenta a un acosador de su escuela, otra cuando sufre un ataque de pánico, pero sobre todo el momento en que logra conocer a su ídolo, con apenas un par de frases, ya que no necesita más porque el joven logre transmitirnos la emoción y el terror de estar frente a un hombre, una leyenda vida que logró lo que ningún otro y que es una referencia para todos aquellos que idolatramos el cine y su trabajo. Ambos intérpretes, si sus carreras son llevadas de forma correcta, son grandes promesas de la actuación que no pudieron tener un mejor proyecto para hacer se notar.
The Fabelmans es un derroche de talento en cada aspecto, pero también de nostalgia, emoción y sentimiento. Como escribí el año pasado cuando hablé del remake que hizo el director de West Side Story, Spielberg sabe hacer cine, cine como tal, clásico, grande, emotivo, del que mueve fibras y emociona, y este es un claro ejemplo de esto. Una cinta fabricada desde sus entrañas y recuerdos que contagia al espectador con lo narrado, que te hace proyectarte y emocionarte con las situaciones que se nos muestran, sin necesidad de grandes despliegues técnicos; pero también, como digo, es una gran producción, con un guión excelente, una recreación de la época que retrata con exactitud las décadas que transita, con maravillosas actuaciones y una música fabricada por John Williams que hace evidente la gran mancuerna que forma con el director, englobando la belleza general de la cinta con sus melodías que engrandecen las emociones que el cineasta ha querido transmitirnos.
Posiblemente nos encontremos ante una de las cartas fuertes de esta temporada de premios, incluso atreviéndome a pensar que se tratará de la que mayor cantidad de menciones consiga; pero si esto no sucede, tampoco es que importe, ya que al final lo en verdad relevante será la sensación de alegría y bienestar que la cinta deja al final de su proyección. Los más cínicos posiblemente la rechacen, pero ni eso hará que The Fabelmans pierda valor como la carta de amor, tanto al cine como a sus padres y recuerdos de vida, que el director ha sabido realizar con ese toque maravilloso que tiene su trabajo, esa magia que sólo los genios como él pueden crear.