Los riesgos del ocio

Ir al gimnasio es toda una experiencia no nada más para los atrofiados músculos o la grasa sobre grasa acumulada que se resiste a abandonarte. Además de los maravillosos momentos que puedes pasar en compañía de fierros más oxidados que tú, tratando de bajar y subir una barra, con un peso adecuado para tu edad y para el miedo que ya cargas de lastimarte cada vez que escuchas el grito del dueño del gimnasio (todo forzudo) preguntando si todavía estás calentando  -grito con el que pretende avergonzarte para hacerte poner más quilos al esfuerzo- y al que contestas con un dejo de valentía (y mucho de “me vale tu opinión, no pretendo tronar mis músculos solo seguir sana”) “sí, claro” (y te aguantas las  ganas de agregar el “señor sí señor” de tantas películas de corpulentos y sudorosos soldados en entrenamiento).

Bueno, además de eso y la singular alegría de llegar, saludar y que no te respondan las mal encaradas chicas (pero eso sí, con nalgas de ensueño para cualquiera que necesite estímulos para hacer mil sentadillas y/o eróticos) que por la tarde se encuentran “atendiendo la recepción” del gimnasio al que asisto (cuando puedo y no se me atraviesa el famoso y tentador tequilas and friends), es posible encontrar bastante inspiración para la escritura mientras haces una caminata de manera segura en esos aparatos, sin interrupciones de tráfico, de perros ladrando, de banquetas rotas o llenas de agujeros, sin encontrar a nadie en el camino que te salude e inicie una de esas conversaciones sin fin que tienen lugar cuando el conocido se acerca.

Y luego comienzas a conocer gente, a tener pequeños cotilleos con algunos asistentes regulares con los que ya te saludas. Imposible no sentirte animada y llena de energía cada vez que el chico que grita “ánimo, muy bien, vas bien”, quien un día de la nada te interceptó al bajarte de la bicicleta, para presentarse y de paso decir que el spining “muy bien, excelente” y desde entonces no deja de pasar sin dar su alegre estímulo a quien se deje.

Y el gran chismorreo que se hace al darnos cuenta como algunas chicas tardan más que otras en ponerse la ropa deportiva. Saber que algunas llegan, se bañan, se cambian con sexi atuendos que moldean carnes y destacan curvas, y además se perfuman tanto que su rutina más parece un ritual amoroso, con ellas o con lo demás, ahí si yo no estoy para desentrañar eso, que a veces te hace pensar si no estarás mal por usar siempre las mismas tres mallas que usas desde tiempos infinitos cuando te diste cuenta que necesitabas comprar porque las otras tres mallas que tenías ya se habían desgastado; y si es correcto seguir usando esas playeras que has heredado de bailes de bodas, de las escuelas donde trabajaste o de tus hijos que ya se fueron y que te quedan convenientemente largas para poder limpiar el sudor de tu rostro cada tanto. Te avergüenzas a veces de no ser la mujer sofisticada que va al gimnasio porque únicamente te envuelves el cabello en una liga, y no dedicas (a veces más de media hora, según hemos contado las indiscretas mientras seguimos esforzándonos en moldear hombros) tiempo en cepillarte y dejar una cola de caballo impecablemente lisa y brillante sobre tu cabeza.

Sí, ir al gimnasio es la experiencia completa, te olvidas de los asuntos molestos del trabajo, te relajas mientras sudas cualquier toxina que pueda aletargar tu cerebro y te diviertes observando los diversos comportamientos humanos que van desde “me tomo fotos en cada aparato”, pasando por “ni te veo ni te saludo porque yo si estoy bien fornido” y los interminables modos como cada ser pueda ejercer el poder que tiene sobre su propio cuerpo.