Lo que no hacemos consciente se manifiesta en nuestra vida como destino

(Reseña del libro Los sueños de Cacaoaxil)

A través de Los sueños de Cacaoaxil, nos adentramos a un relato a medio camino entre la fábula y el realismo mágico, pero también cargada de filosofía, metafísica y una profunda espiritualidad, entendida esta última más como un concepto humanista, de esa constante búsqueda del conocimiento universal para conseguir la trascendencia y el sentido de la existencia. Su autor, Edmundo Delgado, define irónicamente a su cosmovisión como un tótum revolútum, un collage de diferentes tradiciones y escuelas de pensamiento que acompañan al hombre desde sus orígenes. 

Por un lado, en Los sueños de Cacaoaxil existen algunos rasgos de la teoría del monomito de Joseph Campbell, reconocido profesor especialista en mitología, religión comparada y autor de El héroe de las mil caras, es decir, plantea la premisa de un personaje o protagonista que inicia su periplo hacia la iluminación desde un mundo ordinario y que recibe un llamado para insertarse en un terreno desconocido, plagado de poderes y sucesos extraños. Ese héroe deberá enfrentarse a una serie de pruebas y, si sobrevive al desafío, obtendrá un don que podrá utilizar en beneficio de la humanidad. 

Los ejemplos del monomito o el viaje del héroe pueden advertirse desde la antigüedad: Prometeo, Moisés, Buda y por supuesto, Jesucristo. Aunque también es posible encontrar arquetipos en expresiones de la cultura pop contemporánea: en John Ronald Reuel Tolkien, escritor, filólogo y lingüista, autor de El Señor de los AnillosEl hobbit El Silmarillion y, obviamente, en toda la saga de La guerra de las galaxias, el universo creado por George Lucas. Acá, en el cuento que nos ofrece el Arq. Delgado lo conoceremos como El sueño del guerrero, en donde Cacaoaxil tendrá una misión que cumplir con otras armas y en diferentes batallas, más emocionales que geográficas; más cotidianas que épicas. 

En ese sentido, pienso en mi generación y por supuesto con profunda autocrítica, y también en las actuales, los más jóvenes –alguna vez lo fui–, empeñados en cambiar el mundo por medio de confrontaciones globales, llenos de discursos, superioridad moral y un progresismo más teatral que real, olvidándonos de esas pequeñas luchas internas y del día a día. Qué equivocados estábamos: éramos felices y no lo sabíamos. Fuimos re afortunados y no nos dimos cuenta.

Los seres humanos, desde edades muy tempranas y con una infinita arrogancia, creemos estar en el lugar equivocado y se nos va el tiempo peleando contra nuestro entorno: con nuestros padres, hermanos, familia, parejas, maestros, compañeros de trabajo o amigos, pensando que la vida está en otra parte o renegando del sitio en que nos tocó nacer o vivir. Queremos salvar a las minorías raciales, sexuales o ideológicas en Nueva York, Berlín, Moscú o Johannesburgo, pero no tenemos la mínima empatía con los inmigrantes centroamericanos o africanos que llegan a la ciudad o con los indígenas que viven hacinados en la vecindad de nuestro barrio que apenas se asoma en medio de la gentrificación de una falsa civilización, travestida de progreso, urbanismo y crecimiento. 

El filósofo suizo Carl Gustav Jung decía que: “Lo que no hacemos consciente se manifiesta en nuestra vida como destino”. Uno de los temas centrales de Los sueños de Cacaoaxil lo constituye el destino, personificado por El Señor de Todos los Tiempos, una fuerza de la naturaleza que en ocasiones –creemos– actúa de forma dolorosa y despiadada sobre nosotros. Algunos lo llamarían la mente universal. Sin embargo, mediante el desarrollo de los pasajes acá narrados, llegamos a comprender que ese destino forma parte de ciclos y tiempos determinados, designios o reglas de la vida que tenemos la obligación de afrontar con entereza, valor y fe para continuar con nuestra misión. 

Para este propósito, entre las lecciones más importantes que nos enseña la historia de Cacaoaxil es el poder del libre albedrío: cada individuo perfila su manera de vivir, de ser, de obrar y nadie más que él es responsable de sus propios actos, pensamientos y consecuencias. Me vienen a la mente mi madre y mi padre, que me dieron educación y las bases para hacerme responsable. Ahora que soy un adulto, lo entiendo, lo aprecio, lo valoro y lo agradezco más de lo que pude haberlo hecho cuando estaban vivos. 

Por trágico que parezca, tal vez uno empieza a comprender o a encontrarle sentido a la vida después de la muerte. Quizá, así como le ocurre a Cacaoaxil, uno se reconcilia con sus muertos en los sueños, en eso que llaman el más allá, donde uno vuelve a abrazarlos, besarlos y decirles cuánto los extrañas, aunque sea por un instante en busca de esa anhelada paz. Recordar sus miradas, su voz, su olor, su esencia, su alma, su amor, pero también sentirlos en ese árbol que tanto cuidaron en el patio de la casa, en esas canciones que tanto les gustaban o en frases, manías o actitudes que heredamos de ellos. En todo eso están presentes. 

“La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme siempre estaré contigo”, dice la escritora chilena Isabel Allende en su novela Eva Luna. Eso mismo nos muestran Los sueños de Cacaoaxil, que la muerte es en realidad un renacimiento, una transformación a otro nivel de existencia en la que no necesitamos el cuerpo o los sentimientos del alma. Nuestros cuerpos son tierra y a ella regresan. Todos tenemos una misión que al realizarse libera nuestro espíritu y nos brinda el derecho a volver. De vuelta a la madre naturaleza. El retorno a la inocencia. 

En su ensayo sobre David Bowie, el filósofo inglés Simon Critchley menciona la historia de Denise Riley, autora de Time lived, without its flow (El tiempo vivido, sin su fluir), una especie de crónica intermitente sobre los efectos de la muerte de su hijo. El libro ni siquiera es sobre la tristeza o el proceso de duelo con una serie de pasos concretos: “Riley dice que el muerto nos sujeta al instante presente en el que estamos insertos. Nos quedamos en el presente y no avanzamos. Decir carpe diem (atrapa el día) es un sinsentido, porque no hay día que atrapar. El tiempo nos ha atrapado a nosotros. Y este sentimiento tan físico de que el tiempo ha dejado de correr no se vive con temor o temblor, sino con lo que Riley llama una ‘simplicidad cristalina’. Antes de una pérdida, nos limitamos a dejarnos llevar por el tiempo, sin percibir apenas su movimiento; lo inhalamos y exhalamos. Y entonces la muerte entra en nuestro mundo y el tiempo se detiene”. Acá una vez más aparece Jung: lo que no hacemos consciente se manifiesta en nuestra vida como destino. 

Las imágenes que nos regala este cuento entrañable, nos describen paisajes idílicos en los que caminos, llanos y barrancos sirven de escenario de una cultura del trabajo que parece lejana o bien, nos dibuja oficios que poco a poco parecen extinguirse en medio del progreso, como es el caso del propio Cacaoaxil, dedicado a la recolección y venta de leña para el pueblo, una actividad crucial para el ciclo comunitario. Una vez más –y perdón por la autorreferencia–, pienso en mi padre. Toda su vida dedicada a la imprenta, a la tipografía y las artes gráficas. Una manera de entender y de ganarse la vida que heredó de su padre y su abuelo. Sin duda, mi pasión por las letras, el lenguaje, los símbolos y los rituales se inoculó en mí desde niño en ese taller en el que aprendí a jugar y después, a trabajar. En la actualidad, el oficio de impresor, al menos de la forma en que me fue inculcado, no existe más o está por desaparecer. 

En Los sueños de Cacaoaxil también está presente la idea nietzscheana del eterno retorno, una concepción filosófica que plantea la caída del mundo tal como lo conocemos para ser reconstruido en uno nuevo que llegará a la perfección. En este caso, Edmundo Delgado apuesta por un póker que sustente ese renacimiento espiritual: fuerza, sabiduría, pureza y amor. La fantasía permanente de un mejor futuro: una nueva raza que comienza desde el principio. Nuestro héroe simboliza esto mismo: el último y el principio de forma simultánea. El tiempo infinito. El dolor no existe. El tiempo no existe. Todo es evolución, trascendencia y eternidad. La muerte no existe. 

El escritor argentino Martín Caparrós dice en su novela distópica Sinfín: “¿Y qué mejor futuro que el que nunca puede comprobarse? Durante siglos –y sobre todo desde el principio de la modernidad– los hombres disimularon su terror de morirse arguyendo que les dolía perderse los tiempos por venir por una curiosidad por el futuro. Un poeta menor llegó a decir por ahí que ‘no hay mayor nostalgia que la del tiempo que todavía no fue –y que nunca verás’. ¿Y qué peor futuro, qué futuro más sólido, que el que está hecho con pasado?”. 

Los sueños de Cacaoaxil nos recuerdan que nada del pasado tiene remedio. No tenemos otra opción más que aceptar nuestro destino con valentía y entereza para empezar a construir un futuro. El pasado no se puede modificar. En todo caso, enfoquemos nuestra energía en la búsqueda de uno mismo, de nuestra propia identidad. Si es necesario, morir varias veces para renacer, empezar de nuevo. En estos tiempos de simulación y corrección política: ser uno mismo, sin importar lo que digan los demás, pensar diferente, cometer nuestros propios errores, hacer lo mejor con mente y corazón. 

María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, declaró alguna vez que eso que ahora llaman corrección política no es más que hipocresía. Es muy conocida la anécdota del momento exacto en que Borges se enamoró de Kodama: cuando ella le dijo que ‘Europa tenía lo que se merecía’. Él, al pedir una explicación de tal afirmación, recibió por respuesta lo siguiente: 

“Sí, claro, usted me dijo: ‘Europa tenía el Panteón griego, los dioses se amaban, se odiaban, tenían hijos con mortales. Y los fieles rezaban de pie a sus dioses, y tenían la razón. Todo eso lo abandonaron para abrazar una fe que hablaba por parábolas, con metáforas, cuyo primer mandamiento dice que no tendrás otro Dios más que a mí. Eso es visto por las sociedades civiles entonces, que unen Iglesia y Estado, y tenemos las tiranías que hay’”. 

Entonces, Borges, asombrado le dice: “Usted no pudo haber leído a Nietzsche”. María Kodama no tenía ni idea de quién era. Acto seguido, el genial ciego de Palermo le dice: “es un filósofo, y usted acaba de decirme en precisas y contadas palabras lo que Nietzsche necesita un volumen para explicar”.

Por último, el lenguaje es otro de los tópicos que más me conmovió de Los sueños de Cacaoaxil. La voz que el autor logró definir, aunado al trabajo de edición es asombrosa por no decir titánica. En este aspecto en particular, no tengo más que reconocer el enorme cuidado de Mariana Ramírez Estrada y su Laboratorio Cultural. Desde la primera página, el sonido de las palabras y la historia, por obvias razones, me remitió a la película Macario, un clásico del cine mexicano protagonizada por Ignacio López Tarso, basada en la obra de Bruno Traven. Pero también, en lo personal, se gestó un vaso comunicante con dos libros referenciales para entender el constructo lingüístico de nuestra identidad: Nahuatlismos en el habla de La Laguna, de Francisco Emilio de los Ríos, y Jales sobre habla lagunera, de Saúl Rosales. 

El primero nos recuerda que con la extinción de una lengua se pierden un montón de las características esenciales de un pueblo, su identidad se deteriora y de forma gradual caemos en una abrumadora monotonía. El antropólogo nacido en Viesca afirma que en ocasiones el devenir histórico no siempre se dirige por el sendero del progreso espiritual, filosóficamente hablando. Y se pregunta en cuántas ocasiones se mutilaron o exterminaron estructuras sociales valiosas que funcionaban como un vínculo de cohesión social, para instalar incertidumbre, angustia y desesperanza. 

Por otro lado, el segundo nos dice que si un rasgo cultural –un vocablo– es desplazado por otro, nos encontramos frente a una modificación histórica y, a la vez, evidencia una cierta supremacía hegemónica. El prolífico literato torreonense, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, maestro universitario y formador de incontables generaciones de escritores, sostiene que esto puede ser síntoma, augurio o prefiguración de una subyugación más generalizada y profunda. Así, un nuevo tipo de conciencia empieza a ser emplazado cuando los vocablos autóctonos son desplazados; se modifica un fragmento de identidad, autonomía y autodeterminación que posibilita la propia valoración. 

Sin duda, en lo más profundo del alma y el corazón de Edmundo Delgado existe una nostalgia hacia el pasado. No sé si diré una barbaridad, pero al observar el Edificio Olivetti –obra diseñada por nuestro cuentista, ubicada en la avenida Morelos entre las calles Blanco y Falcón–, me parece ver ciertas reminiscencias de algún castillo o fortaleza medieval. Aunque tal vez son alucinaciones mías. La historia que nos comparte con Los sueños de Cacaoaxil es parte de su geografía emocional. Los sueños, según Carl Jung, nos traen mensajes que provienen del inconsciente que están conectados a todo lo que existe y son parte fundamental para nuestro crecimiento y trascendencia. 

Por lo tanto, arquitecto, para concluir mi participación de esta noche, desde esta trinchera, te felicito por este proyecto profundamente personal y te invito a utilizar tu nombre completo. (En tono porteño) Mirá vos que podrías crear un alter ego: Marte Alemán, suena re patriarcal, machirulo, milico y opresor. Ideal para estos tiempos de linchamiento mediático, arrepentimiento cultural y montajes sociopolíticos. Después, en tus entrevistas, los periodistas –espero– te harán ese tipo de preguntas pretenciosas del tipo: “Maestro, ¿en dónde termina Edmundo Delgado y empieza Marte Alemán?”. 

Teatro Alfonso Garibay / 26 de abril de 2022 / Torreón, Coahuila, México