Los riesgos del ocio

Esta semana he estado nuevamente sola en casa. He aprovechado cada mañana para poner música a todo volumen sin miedo a despertar almas incautas a las cinco y media de la mañana y, ¿saben?, además de los típicos “la música rejuvenece, da ánimos y todos los etcétera que ya conocemos”, me he reencontrado con sensaciones que pensé olvidadas, gracias al mix que preparó para mí (especialmente jajaja, supongo que debido a mi condición de cincuentona) la aplicación verde que ya conocemos, bajo el título de “música alegre”. Música que vengo escuchando desde hace más de cuarenta años, dándome esos placeres que van más allá de bailar y cantar. 

¿Recuerdan la primera canción que bailaron con el “amor de su vida”? Funky town. Eran los diez y ocho años de Sonia, la hermana de Billy, aquél vecino que me movió las hormonas por, no sé, creo que fue el tercer o cuarto “amor de mi vida” (¿ustedes cuántos tuvieron antes de, finalmente encontrar al verdaderamente amor a secas con el que hicieron una vida?). 

En fin, todo muy ochentas, la fiesta fue en el patio de la casa, el tocadiscos, LP de colores (esos con un single de un lado y la versión larga del otro), y esa fue la primera vez que me invitaron a bailar delante de todos, ya como niña independiente de mi familia muégano y lejos del relajo que hacíamos los primos cada navidad bajo la batuta de los mayores.

Con la música de Saturday night fever me veo yendo rumbo al colegio en Minatitlán, con el corazón saltando del pecho y una sensación de algo inminentemente maravilloso a punto de suceder; ni idea de qué esperaba (igual era ver a Leyva, otro “amor de mi vida”), pero esa emoción me sigue acompañando cada vez que escucho cualquier canción de ese álbum, o de Abba, o  Phil Collins.

Y por supuesto la alegría de poner esos LPs de colores (teníamos verdes, rojos, amarillos, y uno azul, ¿me pregunto que se hicieron?), apilados como tortillas en el recién comprado tocadiscos, para lavar los trastes, barrer y lavar los baños (excepto el bañito donde se nos apareció una tarántula, pero esa es otra historia), sin pararnos a cambiar el disco.

O escuchar a Madonna y Cyndi Lauper, sintiendo la sensualidad de los labiales mágicos, esos que siendo verdes o azules por fuera, pintaban los labios de rosa o rojo, no recuerdo. Y mover el cuerpo anticipándonos al momento de estar en la pista de la desaparecida La Rosa, mientras las sombras llenas de polvitos brillosos se deslizaban en los párpados y mejillas, gracias a nuestra inexperiencia con el maquillaje.

Todavía tengo algunos cassettes hecho por manos amigas o enamoradas como regalos; todos con la lista de canciones escritas a mano, con dibujos y un gran recuerdo del instante en que me fue entregado.

Y me brinco al momento en que bailé la primer canción con la persona especial de mi vida, con quién he compartido tanto desde antes de aquél primer baile en la Disco de mala muerte que parece todavía existe en Lerdo. Estábamos eufóricos con la sorpresa de habernos conocido, coincidido en tantas y mil cosas y, abrazados; con él cantando a todo volumen, nos besamos al ritmo de Woman in red (¿con cuál tuvieron ustedes su primer beso de verdadero amor?); y de ahí entonces hemos gozado mucha más música; a pesar de las edades tan dispares, descubrimos el placer por los mismos ritmos. De vez en cuando seguimos bailando Let´s go outside, con la misma esperanza en el futuro que hace catorce años y la misma calentura, para qué nos hacemos (aquí metería unas risas nerviosas).

De pronto me doy cuenta de que hoy, mi día de descanso, he estado escuchando música desde hace cuatro horas. El tiempo se me fue bailando, cantando y escribiendo, bueno también lavando trastes, pintando mis ojos con brillos color sirena y guardando la ropa de invierno porque ya llegó el calor y eso merece ser celebrado con Kool & The Gang, Wham! y mi siempre dadora de pretextos para seguir escribiendo, Donna Summers.