Los riesgos del ocio
No pude resistir la tentación de ver el especial de los 20 años de Harry Potter. Aclaro que no soy fan, pero tengo una hija que sí, y sus comentarios en el Facebook me hicieron llenarme de la malsana curiosidad maternal que no debemos olvidar así tengan mil años los chamacos. Entonces, aunque pude librarme de ver las dos o tres últimas películas de la saga, porque ya los hijos podían ir solos al cine, algo me impulsó a conectarme con el documental y, sin esperarlo, comencé a notar una cierta nostalgia justo en la punta de la maternidad.
Primero me recordé toda juvenil y esbelta madre de una niña de siete años quien, en una de las visitas domingueras a la librería, creo que esa vez fue en Casa Lamm, pidió un libro muy gordo de “un niño que es mago”.
Apenas un año antes esa niña había llorado a gritos la frase “¡nunca voy a poder aprender a leer!”. Alarido mocoso que me llevó a idear el método de las sílabas en las tarjetas con el que no solo ella, sino su hermano menor, aprendieron los secretos y placeres de los libros. De esa forma, comenzó una nueva etapa dentro de la promoción de la lectura en casa: ellos eran los que me leían los cuentos, o a su hermanito bebé.
Así que, un domingo cualquiera después de ir al parque, Harry entró a la casa y ya no salió. Fuimos parte de la franquicia, en esa espera impaciente por cada uno de los volúmenes de la saga, y después en las idas al cine en espera de que las películas fueran tan satisfactorias como la lectura en sí. La primera película se llevó críticas feroces como “no se parece”, “faltaron cosas del libro”, pero con los años se fueron familiarizando con los personajes cinematográficos y conciliando las ausencias de texto, con la emoción de la trama.
Y la fidelidad hacia el mago continuó por muchos años más, en las idas a rentar películas y, en el caso de mi hija, hasta la fecha.
Viendo el especial de los veinte años, además de la nostalgia materna me puse a reflexionar en todos esos niños de seis a ocho años que iniciaron con el primer volumen de Harry llegado a México. Esos lectores fueron creciendo y compartiendo con los personajes toda una década. Se hicieron grandes al mismo tiempo que ellos y tuvieron esos momentos oscuros y luminosos, llenos de incertidumbres que forman parte de cualquier adolescencia, acompañados por sus héroes. Vivieron situaciones comunes, emociones parecidas. No importaba que unos estuvieran en una escuela para magos y los otros en un país tercermundista, la verdad es que los sentimientos, los miedos las ansiedades, alegrías y recompensas ante los esfuerzos, resultaron iguales.
No puedo decir que el documental me haya emocionado hasta las lágrimas como lo hizo con mi hija y sus contemporáneos, pero sí fue agradable volver a vivir diez años de maternidad que pensé había dejado de lado.
Recordé también la importancia que siempre le hemos dado en mi familia a la lectura, como creadora de contenidos pero sobre todo como dadora de puntos de referencia y de espacios para compartir con los demás.