Los riesgos del ocio
Cada trece de enero me llega el recuerdo lleno de angustia y culpa de la misma fecha, pero del año noventa y cuatro del siglo pasado. Es inevitable. El catorce de enero me tranquilizo, sé que todo valió la pena, y la vida se desliza de manera amable nuevamente.
El trece de enero del noventa y cuatro se me rompió la fuente. Y en mi ignorancia total no supe que estaba poniendo en peligro a mi bebé. Solamente quería ganar tiempo para tener la casa limpia cuando él llegara. No se pudo. La vida no era lo que yo quería en ese entonces. La vida dependía de lo que otra persona, del tipo que negó su paternidad cada uno de los ocho meses que duró el embarazo, del que dijo que ese bebé no era suyo cuando vio los ojitos grises del pequeño de dos kilos y doscientos gramos, del que castigaba mi supuesta calentura con golpes en el cuello y piernas para no dejar marcas visibles.
Así que el departamento era un caos de libros polvosos y húmedos por todas partes, pertenecientes al “intelectual” del que no podía escapar, y a quién de nada le servían sus lecturas, ya que desconocía las leyes de Mendel y por supuesto, cualquier cuestión relacionada con un embarazo.
En ese lugar, no había espacio para nada más que esos libros a los que llegué a odiar con tantas ganas que la lectura que tanto disfrutaba en la infancia y adolescencia, fue algo con lo que tardé años en reconciliarme. Había basura que no se sacaba desde que respirar se me hizo difícil por la anemia que me diagnosticaron después y la muy baja presión que me mantuvo casi todo enero medio durmiendo sentada. Dejé de ir a trabajar, me costaba mucho esfuerzo bajar y subir los más de mil escalones de esa favela llamada Xalapa 2000. El dinero se acababa de a poco, la ropita del bebé no se secaba ante la interminable lluvia de ese año. Lluvia monzónica de casi seis meses. No tenía maleta para el hospital, no tenía servicio médico. No sabía a donde ir a parir.
Ese catorce de enero, me desmayé una vez que supervisé que la enfermera del Hospital Civil le pusiera correctamente su identificación a mi bebé. Desperté en una cama de la cual me tuve que levantar pronto para que no nos cobraran un día más. Llegar al departamento y ver el estado de este, con trastes, ropa, baño y piso sucio, me hizo llorar, por días. Tampoco tenía información sobre la depresión postparto. Parece que todo lo que uno debería saber sobre un embarazo, a principios de los noventa, era información privilegiada.
Sí, fueron días terribles, sin leche propia, sin ánimos, sin dinero, sin saber qué seguía haciendo ahí. Lo único que tenía muy claro era que debía y quería proteger a ese pequeño bebé de cualquier cosa que pudiera hacerle ese hombre que lo ignoraba ostentosamente, con un desdén hacia los dos, que aumentaba mi miedo de no poder continuar.
Sin embargo, qué clase de columna fatalista sería esta si no les hablara de la inteligencia de ese bebé, no solo para sobrevivir a la adversidad de una madre ignorante, y a la indiferencia del tipo que vivía con nosotros; sino para adaptarse y crear condiciones que lo convirtieron en un ser luminoso, que de manera natural encantaba a quién se le cruzara en el camino.
Un pequeño que con su risa de campanitas llenaba el espacio de alegría ante las cosas simples, pequeñas, ocultas. Sociable desde siempre. Compartido y protector de los más pequeños o débiles, o menos afortunados que él; inventó un personaje que tenía de súper héroe; creaba juegos cada vez más ingeniosos, aventureros y, por ende, divertidos. Comerciante diplomático y natural, amante de los perros y con la hiperactividad suficiente para convertirse en médico, sin dejar de ser poeta, músico, y, él sí, un intelectual sin pretensiones de serlo. Así que este catorce de enero, después de la típica depresión del trece, celebré la vida de quien ya se fue lejos, a seguir el camino que escogió y en donde sé que continuará logrando cosas, porque sobrevivir, a una madre, al desamor, al hambre, a la violencia, al narco y a la carrera de medicina, no ha sido