Los riesgos del ocio
De los cuatro hombres de mi vida, tres son daltónicos. Un tiempo pensé que el cuarto y más pequeño de ellos podría serlo también, pero resulta que cuando se vestía con una playera color zanahoria y un short rojo y calcetines azul eléctrico, únicamente estaba usando “los colores de la naturaleza, mamá”, y podía nombrar el color exacto de su ropa. Al menos los que él y yo creemos que son. Porque la convivencia con daltónicos te hace dudar de la verdad de lo que ves. ¿Realmente los árboles son verdes o son en ese tono que me explica mi marido que los ve?
Desde que me volví a casar, hace ya trece años, he retomado la vieja costumbre que tenía de preguntar ¿sí sabes de qué color es eso? Costumbre que perdí un tiempo cuando mi hijo mayor se fue a estudiar a otra ciudad. Es divertida la convivencia con mis daltónicos. Desde aquellos tiempos de mi infancia cuando mi papá estrenaba camisa y lo primero que preguntábamos era el color de la misma. Un poco en un tono malévolo, bulinesco dirían las nuevas generaciones. Sí, esta situación se ha prestado para muchos momentos de diversión.
Sobre todo últimamente que mi marido está haciendo diseño de flyers, me encanta asomarme e inocente, con mi cara más hermosa, poniendo cariñosamente mi mano en su espalda, preguntarle “¿mi amor, qué color estás poniendo en esta letra?”. Lo sé, puede convertirse en una especie de violencia doméstica, supongo. Espero que mientras riamos con eso no sea un problema decirle a mi hijo “¿ya sabes que tu camisa es rosa?”, cuando la amiga que se la regaló le dijo que era café, y así por el estilo.
Todavía recuerdo unas vacaciones de abril, cuando mi pequeño no daltónico y mi entonces todavía novio, hicieron un maratón de Silent Hill con aquél nivel que no podían pasar porque mi pareja estaba solamente adivinando colores, hasta que el desesperado chiquillo, con tal de avanzar, le arrebató el control, le acomodó los colores y continuaron jugando como si nada.
Para mi familia el daltonismo es cotidiano. Mi papá nos explicó muy chicos en qué consistía. De mi hijo me enteré hasta que entró en la primaria, y fue cuando comprendí su empeño por aprender a leer antes de entrar al kínder, y su facilidad para el inglés: coloreaba bien porque leía los colores de las crayolas, no porque se los supiera; así de listillo se adaptó al jardín de niños. Mi pareja todavía no sabe de qué color son mis ojos, y es que el colmo de un daltónico es que su esposa tenga cuatro colores combinados en el iris, según el oftalmólogo.
Esa condición ha sido divertida en el hogar, afortunadamente nadie ha frustrado su futuro debido a la imposibilidad de distinguir colores. Nos adaptamos a sus cafés aunque los demás los veamos morados. Todos se dedican a cosas que disfrutan independientemente de matices, tonos, coloraciones.
Lo malo es al exterior, cuando a algún diseñador con grandes ideas artísticas se le ocurra cambiar los colores de los carteles de advertencia o la manera como están colocados los semáforos. El peligro es cuando en la innovación no hay el cuidado de ver todas las posibilidades humanas. Porque el mismo daltonismo tiene sus grados de diferencia.
Afortunadamente Silent Hill es un video juego, pero ¿qué si en la vida real tuvieras que acomodar los colores para salvar tu vida?