Shade y el diletante
Por ahí de 1994 compré dos boletos para ver a la recién creada Camerata de Coahuila en el histórico Teatro Isauro Martínez. La persona que invité me dejó plantado, así que entré solo. Fue lo mejor que pudo sucederme. Tuve la concentración adecuada, la intimidad y el cobijo de estar en soledad y escuchar, por primera vez en mi vida, a una orquesta de este formato en vivo.
No recuerdo todo el programa. Había algo de Haydn, sin duda, pero el concierto fue inolvidable: era la Sinfonía No. 41 en do mayor, K. 551, de Wolfgang Amadeus Mozart. La famosa Júpiter. Alguien la llamó así por el homólogo romano de Zeus. Su apoteósico cuarto movimiento es un prodigio de elegancia casi celestial, que ha contribuido a la gran leyenda mozartiana. Es música que no solo deslumbra por su perfección formal, sino que eleva el espíritu con una alegría serena y triunfal: una puerta secreta al Olimpo, por donde bajan los dioses sin ser vistos.
Así conocí a Ramón Shade; de espaldas, haciendo su magia al frente de la orquesta. Era como ver al concierge de la casa de Júpiter, un recinto que Mozart había construido con notas perfectas y, portando en vez de la insignia de calidad de Les Clefs d’Or, dos batutas de oro cruzadas. Torreón era muy joven para saberlo, pero ahí se inauguraba un portento musical que haría que Coahuila se llenara de buena música: temporadas, solistas, escuelas, orquestas, conciertos, sucesos… raíces de un árbol del que hoy comemos sus frutos.
Años más tarde tuve la oportunidad de ejercer el periodismo cultural y cubrir las temporadas de la Camerata, lo que me obligó a estudiar el enfoque desde el cual se aborda lo sinfónico. Algún texto mío llamó la atención del maestro Shade, quien en una ocasión pidió conocerme. Brillante, alegre, perspicaz y sin consentimiento alguno, más de una vez me retó a descifrar las pistas que me daba para entender cómo se aprecia la música. Me hizo ver que existía un nivel académico al que yo aún estaba lejos de acceder. Que me faltaban horas y horas de lectura, y muchas más de escuchar conciertos y ver puestas en escena: ópera, ballet, zarzuela; me faltaba mundo sin duda.
Ramón Shade me ayudó a entender que yo solo era un diletante, un turista que ya no quería irse del país cultural y que solo obtendría mi residencia si trabajaba lo académico. Si rompía con mi entusiasmo y pactaba con el rigor. Años más tarde me invitó a trabajar como vocero de la Camerata de Coahuila. En medio de un Torreón violentado por las balaceras, mi reto fue reconstruir al público, y él me dio toda la libertad para hacerlo.
Ya se arrepentía cuando me escuchaba haciendo analogías entre el equipo de futbol Santos Laguna y la Camerata, cuando sugería crossovers con rock sinfónico o cuando prefería a Beethoven que a Mozart. Me tuvo paciencia, toleró mi entusiasmo y alimentó mi formalidad. Me entregó libros para leer y me admitió, en más de una ocasión, en alguna mesa para que me callara y escuchara una plática de adultos en la música.
Duré casi tres años como gerente de comunicación y relaciones públicas de la Camerata de Coahuila, antes de mudarme a Saltillo. Mi amistad con el maestro Shade fue tan cercana como podía serlo entre un músico rigurosamente académico y un impostor con síndrome diletante.
Del maestro aprendí el rigor: rigor en la planeación y en el programa, rigor en la puntualidad y en lo infalible que debe ser la cita con el público. Aprendí que “La Orquesta es el artista”, que nadie está por encima de la organización, y que el concierto será siempre el acto de consumación del arte, al que todas las sociedades deberían tener acceso.

Entendí lo triste que puede ser una ciudad sin música en vivo, y lo afortunado que es trabajar para que la gente tenga acceso a una temporada de conciertos. No hay más alto ideal que el de procurar que cada ciudad tenga una orquesta.
Pasaron 30 años desde aquel primer concierto; y un vuelvo a sentarme en la oscuridad del teatro, esperando que la puerta secreta del Olimpo vuelva a abrirse. Cada vez que me coloco frente a una orquesta, sé que escucho con otros oídos: con los que le aprendí el Maestro. Oídos que ya no buscan solo el placer, sino la estructura, el sentido, la intención detrás del arte. Y aunque sigo siendo un diletante, lo soy con conciencia, con humildad y con el deseo vivo de no dejar nunca de aprender.
Arriba del escenario del Fernando Soler de Saltillo, Natanel Espinoza dirige a la Filarmónica del Desierto; estalla la música y me deleito en otro nivel. Se lo debemos en su medida al maestro Shade y esa cadena de sucesos que nos trajo acá. Con sorpresa recibo en el celular la noticia de su jubilación ¿Puede alguien realmente jubilarse de la música?, me pregunto. Cierro los ojos. El cuarto movimiento ha comenzado.
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