Los riesgos del ocio

También puedes estar muerto al llegar, y no saber. 

Ese fue el primer pensamiento que tuve un domingo cualquiera en una reunión. Era una fiesta. Pero una de las invitadas tenía ese rostro aniquilado. Rostro exánime desde el momento de su llegada. Desde siempre. Recordé el día que la conocí. Era una mujer con una serie de prohibiciones, una serie de palabras susurradas, una serie de miradas desaprobando cualquier cosa, que hacía caer sobre todo aquél que se encontrara cerca. Sin olvidar la crítica sin piedad hacia los que se encontraban fuera de su alcance, para lograr que nos sintiéramos cada vez más pequeños e insignificantes por no tener ese grado de perfección sumisamente religiosa que era ella.

La infelicidad también es un modo de vida. Se escoge serlo, pero siempre tras un disfraz, que nunca es una sonrisa. Siempre se tienen los labios fruncidos y el ataque dispuesto a salir en cualquier momento. Porque, cuando eliges ese camino, el siguiente paso es hacer sentir culpables a los demás de su felicidad, de los caminos escogidos, de su falta de límites, de la manera como se expresan, de su forma de vida, de su afán por salirse del molde.

Es curioso como en un segundo, viendo un rostro pétreo, tieso a pesar de la fiesta, falto de emociones en medio de los cantos y risas de los demás, entiendes que hacer lo incorrecto es lo mejor de vida.

Las mal llamadas ovejas negras seguiremos sin encajar en los estados de ánimo de esas personas. Seremos un dolor dentro de sus deseos de tener calma y tristeza por sobre todo. De alguna manera, desde pequeños, percibimos que irnos por los caminos que esa mujer prohíbe, es lo mejor que nos puede pasar. Porque encontramos que ahí hay risas, rostros arrugados y manchados por las inclemencias de la vida, cuerpos que sufrieron, corazones rotos una y mil veces, maledicencias cayendo encima de nosotros como confeti, y al final de todo eso, la parte más bonita, divertida, estresante, interesante, real, a la que normalmente se le conoce como vida.

Y, viendo ese rostro en una fiesta donde todos están cantando desafinadamente, bailando sin gracia, en fin, haciendo “el ridículo”,  te alegras de no haber hecho lo que siempre te dijeron era lo que debía ser. Te alegras de manera enfermiza. Porque si esas órdenes las hubieras cumplido, ahora tendrías ese rostro, muerto, falto de sonrisa, sin calidez, sin deseos propios, mientras permaneces sentada, en medio de un baile,  juzgando a todos.