Los riesgos del ocio

Este mes es cumpleaños de mi hija mayor, por lo tanto, también es mi treinta aniversario como mamá. Una maternidad muy difícil, solitaria, violenta y forzada. No me preocupa tocar el tema, mis hijos ya lo saben. 

Me ha entrado la nostalgia, como cada septiembre por “el hubiera”, que, por otro lado, ya sabemos que no existe. 

Si hubiera tenido los conocimientos que tengo ahora sabría que lo que me pasó después del parto, un sangrado exagerado, un dolor insoportable, como si fuera a parir otra vez, los regaños de la enfermera en turno por mi afán de llenar de sangre la cama cada hora, su negación a traerme al doctor alegando que esos dolores “después del parto son completamente normales niña, y lo que debes de hacer es dejar de retorcerte tanto, aguantarte y dejar de manchar las sábanas”, como si el sangrar fuera algo que se hace a voluntad, fue violencia obstétrica.

Si hubiera tenido más valor, habría salido corriendo de la casa en donde dormía en el piso, porque era demasiado trabajo bajar una cama y acomodarla para que pudiera estar más cómoda, y poderme levantar sin tanto esfuerzo, a ver a la niña que lloraba sin cesar y a quién no tenía la más remota idea de cómo atender. Porque el pasmo por todo lo sucedido, la violencia con la que se inició el  embarazo, los celos, las indagaciones por saber quién era el padre, la falta de apetito, los quince o más quilos perdidos, la anemia, atrofiaron mi entendimiento y todo lo que podía hacer era guardarme unas lágrimas y unas ganas de salir corriendo que lograba aplacar con la culpa que se volvió mi permanente compañera.

Si hubiera sido más valiente me había dado cuenta de que la frase escuchada desde el inicio del embarazo “vas a ver que me va a querer más a mí que a ti”, no era algo dicho al viento, sino una amenaza que estaba dispuesta a ser cumplida, la amenaza que alejó a esa niña de mis brazos, por más de veintitantos años. La amenaza no solo de impedir una relación, sino de hacer que esa pequeña creyera una sarta de mentiras que por otro lado no estaba en edad de que se le fueran dichas, afirmaciones como “tu madre es una puta” o “dile a tu mamita que no me deje”, “fíjate, tu mamita se quiere ir, quiere destruir esto que tenemos”, “no le doy dinero a tu mamá porque se lo gasta con sus amantes”. 

Podría haber sido más juiciosa y saber que escapar era lo sensato. Gastar esos últimos dólares escondidos, en un pasaje de autobús, aceptar el apoyo de la amiga que me ofreció su casa, creer que la vida podía ser más que el hambre que constantemente tenía, la falta de energía, el sentido del deber que me hacía levantarme más temprano que nadie, salir bajo la monzónica lluvia y llegar a trabajar con los pies acalambrados por el agua, el frío, el cansancio.

En fin, una cantidad de hubiera que pienso habrían hecho más fácil este camino que iniciamos apenas hace unos años. El camino que nos ha llevado a aceptarnos, a escucharnos, a saber, que pese a todo lo vivido, todo lo padecido, somos madre e hija; un vínculo que todavía seguimos descubriendo en qué consiste, pero que ya no nos deja pasmadas, con el abrazo a medias, con las palabras sin ser dichas, ni con la furia de no haber sido lo que se pudo ser.

La rabia, la tristeza, el miedo y la anemia (emocional y física) se están superando. Todavía me sigue invadiendo la nostalgia en septiembre, pero también la esperanza de que las cosas, los sentimientos, las relaciones van tomando su rumbo, a pesar del monstruo.