Los riesgos del ocio

De pronto me doy cuenta de que llevo más de diez minutos acariciando los tomates, no con fines amorosos, sino haciendo ese movimiento que cualquiera pudiera interpretar como sensual pero en realidad es algo automático que no va hacia ningún lado (eróticamente hablando) porque mi mente estaba perdida en pensamientos muy alejados de este tomate, de esta sección del supermercado, de este espacio de tiempo, de este día y de esta ama de casa haciendo el mandado que era yo en ese justo momento antes de extraviarme en la otra yo, la importante.

Últimamente ir por los víveres de la semana se ha convertido en mi espacio para pensar, para meditar, para perderme; y no porque en casa no tenga esos momentos, al contrario, creo que tengo una relación bastante respetuosa de los tiempos y actividades del otro, lo cual llena de libertad a esta mente que se desliza por laberintos incontrolables de ideas, de suposiciones, de imaginarios, de fantasías y de muchas otras cosas. Lo que pasa es que hacer la compra es tan doloroso que es mejor escapar cuanto antes de la angustia de ¿me irá a alcanzar? ¿Así se verán seiscientos pesos de mandado? ¿Cuánto va, marqué bien los precios en mi calculadora? ¿Cómo se hacía la regla de tres para saber cuánto son en dinero setecientos veinte gramos de manzanas?

Lejos, muy lejos están los días en que ir al súper o al mercado, se volvía un paseo donde incluso, si uno era observador e iba con espíritu lúdico, se podía ligar (claro, en ciertos horarios), frente a lácteos o en vinos y licores; algunos muy temerarios llegaron a hacerlo en la inocente sección de frutas y verduras (y por cierto, eso da para otro artículo donde los tomates sí sean acariciados eróticamente). 

Ahora todo se ha vuelto ir por compromiso (porque si no, quién hace la compra); incluso en algunos lugares eliminaron el refrigerador de delicatesses, no más quesos azules o embutidos especiales. Hoy solo hay caras largas; dudas ante un artículo u otro, revisión constante de precios en las maquinitas que nunca sirven, lo que hace que uno llene el carro con tres o cuatro productos iguales de diferentes marcas para que, ya en caja, te des cuenta que todos están equivalentemente caros y mejor no llevas ninguno; a veces uno se da vuelta por todo el mercado buscando el mejor precio para la piña, pero ya no existe eso de el vendedor ideal. 

Los jóvenes comienzan a hacer bromas con esto de los precios cada vez más altos, me da gusto que vean esto con comentarios del tipo “mi primera inflación, qué emoción”, “ya lista/o esperando ver cómo es morir de hambre” entre otras lindezas. Repito, es importante el humor, si no fuera por eso seríamos un montón de robots grisáceos, tristes, dando vueltas y vueltas en la indecisión de qué llevar para comer, deseando regresar a la infancia para depender pura y totalmente de mamá y papá, y comer sin preocuparnos de cuánto se gastó en este delicioso sándwich, al que le podremos agregar sin misericordia, sin ningún temor ni cuidado, más y más mermelada. 

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