Los riesgos del ocio
Finalmente después de casi cincuenta años he logrado reconciliarme con el día de la madre. Ha sido un largo padecer. Una fecha que desde niña representaba algo absurdo, inexistente; un día más quimérico que la falsa tortuga de Alicia.
Me costaba conciliar los poemas (recitaciones sería la palabra más adecuada) que teníamos que padecer todos ese día en el festival, las palabras de las monjas o del director (dependiendo de la escuela en turno), las manualidades inútiles o feas que se hacían como regalo, los adjetivos saliendo sin control de las hipócritas gargantas llorosas de los maestros de ceremonias. Lo único que disfrutaba era bailar, porque ese día había bailable, pero lo confieso, nunca lo hice pensando en mi “mamita querida”, sino en mi propio placer de estar en un escenario.
Veía a mi mamá, con sueños, pensamientos propios e ideas que no me cuadraban con la imagen de las cabecitas blancas, las madres sacrificadas, las mujeres oscuras y ocultas merecedoras de tantos homenajes sombríos que ofrecía (hasta la fecha) la publicidad, los municipios, las escuelas.
Después me convertí en madre, sin desearlo, en medio de la violencia, y lo único que quise fue escapar sin atreverme a dejar a esos pequeños, sabiendo que si lo hacía tendrían carencias de muchos tipos. Y entonces comenzó a deprimirme el diez de mayo. La fecha se acercaba y yo me ponía en un estado catatónico: sonrisa forzada, movimiento en automático, sabía que no merecía nada porque no era la madre amorosa, rosa, brillante que todo mundo espera seas.
A continuación vinieron los años de reconstrucción. Cuando pude convertirme en mamá soltera, la que iba y venía, la que no estaba en casa, la que no podía ir a los festivales del día de la madre porque estaba cuidando niños ajenos (fui maestra), la que se perdió infinidad de cosas sin desearlo, la que no se atrevió a mucho para no perder la poca seguridad económica que tenía, la que un día se dio cuenta que ya estaban grandes y no había pasado vacaciones con ellos, ni en realidad nada. Llegaron los años de reproches, de olvidos, de negaciones por parte de esos adolescentes extraños que se fueron a buscar lo que esta madre proveedora no les dio.
Hasta que un buen día, sola en mi casa, me di cuenta de que finalmente la maternidad no es como la pintan. La maternidad es un asunto particular, y cada una de nosotras la ejerce como mejor puede; lo mejor que podemos hacer es deshacernos de lo que sobre ella han inventado los hombres (que nunca serán madres) y esa necesidad que tienen de la madre perfecta que, seamos sinceros, nos da más flojera que otra cosa.
Ese día, me serví una copa de vino, (que compro ya sin ninguna culpa) y brindé por la madre chingona que fui. Una que no va a pedir disculpas por nada. Una que no espera retribución. Una que aprendió que la maternidad no debe ser de ninguna manera.