Los riesgos del ocio
Mi bebé ya no es bebé. No después de cumplir veinticuatro años este treinta de abril. Así que ya es un adiós definitivo a mis niños (te tardaste, dirán algunos) y a mis recuerdos. O tal vez no, las memorias no se despiden, las dejaré para siempre en el corazón y en este texto de lo que ya no será.
Ya no habrá más clases de natación ni niños remojados en la silla esperando el sándwich. No más idas a los museos a ver “las pinturitas” mientras observo sus caras de placer, extrañeza o indiferencia ante las obras. No más abrazos sobre sus alitas de ángeles. No más ver cómo un mes están panzones y al siguiente esa panza se volvió centímetros extras en su estatura. No más batallar con las “comidas saludables”, no más rebanadas de pastel escondidas en el cajón de las verduras, aprovechando que nunca se asoman ahí. No más noviembres ni marzos midiéndose la ropa del año pasado.
No más calcetines con ojos de botón, pintados a la carrera, con bocas chuecas, envueltos para regalo del día del niño. No más roscas caseras cubiertas de betún de cocoa, azúcar glass y lunetas, hechas con la moneditas que se van guardando a escondidas durante todo el año. No más casitas de sábanas. No más peluches haciendo fila para la foto o para lo que sea que inventen formarlos. No más Anunciador o disfraces de pasto, de dragón, de colores de la naturaleza, y por lo tanto no más llanto porque “¡yo quería ser UN solo pasto, no muchos!”. No más hacer empanadas chuecas o mal rellenas.
Pero por otro lado: no más niños que sacar de los brincolines desinflados por ellos mismos, sin medir peligros; no más niños pieldeviejonegro que no quieren salir de la alberca, aunque ya no haya nadie más en ella. No más perrito Yaw recitando “Cultivo una rosa blanca” una tarde cualquiera tirados sobre la cama, o en el autobús rumbo a cualquier parque o simplemente esperando ser atendidos por el doctor afuera del consultorio. No más llamadas por la mañana y “que crees mamá me volví a romper la pierna”, “ahora fue el brazo”, “su hijo inventó un juego peligroso y está castigado”, “no pueden seguir vendiendo tazos en la escuela”. No más Rey León, Los 101 dálmatas, Tigger repetidos hasta el cansancio. No más Bob Esponja tirados los cuatro en la sala mientras nos reímos como locos. No más quién se ocupe de llegar con las paletas de nieve (que luego bajaré a pagar) porque “es miércoles de dos por uno, mamá, hay que aprovechar”.
Ni más libros leídos antes de dormir. No más visitas a la biblioteca, ni navío lleno de arañas con patas de alambre amarillo. No más sentarse en el parque o la plaza desde que comienzan los pájaros a acomodarse de mil formas en todos los árboles, hasta que comenzamos a ver los primeros murciélagos. No más aventuras inventadas o leídas, llevadas al juego con cascos de cajas de cereal y armaduras de cartón. No más gelatinas moradas. No más casa llena de gritos.
No más encuerados corriendo como locos por el campo. No más escondidos (enrollados) en la cortina del baño. No más idas al cine el día último del año, con las manos llenas de palomitas y chocolate. No más lagartijas de mascota, aunque tampoco pan con leche Nestlé chorreando sobre la toalla, y… extraño a Powi y a Rowi; al pequeño tirado de panza bajo la cama dibujando historietas sin cesar; al sonido rockero de la guitarra que sorprendía a mis amigos porque “apenas tiene cinco años”; las cancioncillas repetidas una y otra vez, las preguntas difíciles de contestar, los cuentos que le tenía que inventar cada vez que perdía un Groatan, los libros de Isol.
Y todo lo demás, lo que no cabe en una columna, lo que no se enumera en un día, lo extraño; lo que se vivió para recordarlo en los años que nos quedan para volver a reunirnos, y hablar de cada una de sus huidas de casa cuando dejaron esa niñez, cuando mi bebé (por fin) decidió dejar de serlo.