Licorice Pizza (2021)

Desde mediados de noviembre pasado, recién inaugurada la temporada de premios que antecede al Oscar, una película apareció de la nada, haciendo ruido y acaparando reconocimientos en medio de las intensas campañas que los estudios realizan cada año para que sus películas se hagan un hueco en los premios de la Academia. 

La National Board of Review, los críticos de Atlanta, Georgia, Oklahoma y St. Louis, la coronaron como la mejor película del año, volviéndose la segunda más premiada, sólo después de The Power of the Dog; otros tantos grupos seleccionaron su guión como el mejor, convirtiéndola en la más reconocida de la carrera en el apartado dedicado a las producciones originales; su actriz, Alana Haim, se volvería la segunda interprete en categoría estelar con más preseas, solo después de Kristen Stewart. Ese tipo de película que enamora a la crítica y se vuelve la carta de autor dentro de las diez finalistas del Oscar, cosa que sucedió, al lograr las nominaciones en las categorías de Película, Dirección y Guión Original. Puede que parezcan pocas, pero son un logro para su directo, el ahora nominado once veces, aunque nunca ganador, Paul Thomas Anderson.

Puede que el estilo del director te guste o no, pero dejando preferencias personales de lado, es evidente que a él le ha resultado imposible hacer una mala película. Desde su primera y menos conocida cinta Hard Eight, Sidney (1996), hasta su último trabajo, Phantom Thread (2017), el director no ha fallado una sola ocasión al lograr que sus trabajos se sitúen entre los mejores de su año. Después de ver la película de la que ahora hablo, Licorice Pizza, los fanáticos del director podemos estar tranquilos al saber que su racha no ha terminado, ya que esta no ha perdido un ápice de la calidad que caracteriza a Anderson.

Cuando uno ha seguido el historial del director, escuchar que su nueva película se sitúa en la década de los setenta, en California, podría parecernos una repetición de trabajos previos, ya sea por el lugar donde se desarrolla la trama, como por la época, ya que tanto Boogie Nights (1997), como Inherent Vice (2014), utilizan ambos aspectos para desarrollar sus historias; pero esta posibilidad queda disipada una vez que empieza la película y descubrimos que nos encontramos ante el que posiblemente sea su trabajo más amigable y entrañable. Con esto no quiero decir que los anteriores no cuenten con su cuota de estos atributos, pero si hay algo que caracteriza a Anderson, es profundizar en ciertas condiciones humanas que se acercan más a la miseria que al regocijo; la perfecta Magnolia (1999), con el mismo escenario californiano, es un claro ejemplo de su estilo melancólico. Esto tampoco quiere decir que Licorice Pizza maneje una historia superficial o simple, todo lo contrario, contiene varias capas de poderosa profundidad, pero estas son contadas en un formato que el director no maneja con regularidad: la comedia romántica.

La historia escrita por Anderson esta ocasión, tiene un par de protagonistas absolutos: Gary (Cooper Hoffman) de 15 años y Alana (Alana Haim) de 25. Él, un niño actor al que le ha llegado su fecha de caducidad, enfrentándose a la incertidumbre de la madurez que le respira en la nuca; ella, un alma perdida que no ha encontrado su lugar en el mundo adulto. La trama es un recorrido de crecimiento y aceptación emocional, desde el momento en que su improbable amistad inicia, con un encuentro aleatorio en la escuela de él, mostrándonos el desarrollo de esta, mutando en algo de mayor profundidad, mientras una serie de situaciones y personajes los acompañan en su travesía.

El guion nos proyecta dos aspectos distintos en el proceso de crecimiento en la figura de los protagonistas. Mientras Gary muestra una madurez superior al resto de los de su edad, pero manteniendo la inocencia de los últimos momentos infantiles, Alana se da cuenta que no encaja y busca la compañía de personas más jóvenes, que no la ven como el fracaso que ella misma siente que es. Estas diferencias que, si bien los unen al principio, terminan separándolos una vez que la realidad alcanza a ambos, demostrando que diez años son muchos, sobre todo en la etapa que se encuentran, poniendo a prueba su relación. Todo esto, mientras el director realiza su ya acostumbrado homenaje a la ciudad donde nació y creció, con un desfile de personajes pintorescos (algunos reales y otros adaptados para su historia) deambulando por locaciones típicas de la época, como la tienda de discos que da nombre a la cinta o el famoso restaurante Tail o ‘the Cock. 

Si nos quedamos con la primera capa del guión, la película pudiere parecer otro coming-of-age como tantos que se lanzan cada año, sobre todo en el personaje de Gary, quien presenta los problemas típicos de los adolescentes, como son el primer amor que parece imposible, el despertar sexual que raya en lo obsesivo, la búsqueda por la independencia tanto personal como económica, y un sinnúmero de situaciones que hemos visto antes; pero la cinta toma un rumbo mucho más elevado, cuando comenzamos a conocer al objeto del amor y deseo (por lo menos uno de ellos) del protagonista, en el personaje Alana, una joven que ya ha pasado por todo ese proceso ilusorio y que ha visto morir la mayoría de las fantasías con las que su contraparte masculina aún cuenta. Ella misma es la que, en su primera cita, le dice que en un par de años no la recordará, a pesar del supuesto amor que le jura, evidenciando que ha sufrido demasiadas desilusiones para dejarse llevar tan fácil como él, pero contradiciéndose al haber acudido, sin aparente explicación, a la invitación del joven para cenar. Desde ese momento entendemos que la historia se mueve en dos direcciones, la de él y la de ella, siendo la segunda mucho más interesante, como la persona adulta que no ha logrado sus metas o sueños, en caso de existir, prefiriendo retroceder por medio del joven a una etapa donde no tiene que cargar con las expectativas no cumplidas. 

Desde mi punto de vista, que no es absoluto y puede diferir de otros, la película está dividida en dos partes que representan la relación de los protagonistas y su interacción con el entorno.  La primera que, a mi parecer, está mucho más lograda y redonda, es la que tiene que ver con la cimentación de su relación, la parte mágica de la historia, los momentos de disfrute y éxito, tanto emocional como económico, con la sociedad de ambos en un negocio de camas inflables y las aventuras que viven mientras recorren California. La segunda, que no decae del todo, pero tiene algunos problemas con el ritmo, comienza en el momento mismo en que Alana contempla desde lejos al protagonista y sus amigos, comportándose como los casi niños que son, provocando que una serie de preguntas sobre el futuro se agolpen en su cabeza. El viaje personal que ella realiza nace de una problemática social debido a un embargo petrolero, que pone en peligro su negocio, situación a la que ella reacciona como adulta, sin encontrar el apoyo o respuesta por parte de su socio que no comprende su preocupación. Esta situación detona un distanciamiento en que ambos deciden tomar caminos separados y la búsqueda de sus intereses personales, sin encontrar del todo la satisfacción buscada y volviendo un poco lenta esta segunda parte.

Tomando en cuenta que la trama se basa en historias que Gary Goetzman, amigo del director, le ha contado a lo largo de su amistad, en un tono mitad biografico, mitad fantasía, un variado número de personajes se nos presenta a lo largo de la historia a forma de cameos, porque si, puede que sean representados en algunos casos por super estrellas, pero ninguno aparece más de diez minutos en pantalla, por lo que sus participaciones se reducen a eso, cameos. Christine Ebersole interpreta a Lucy Dolittle, una versión un tanto exagerada de Lucille Ball; John C. Reilly, en una sola escena, interpretando a Fred Gwynne, con su maquillaje de Herman Munster; Sean Penn, en la que posiblemente sea la secuencia que más desentona y rompe con el ritmo de la cinta, da vida a un actor de nombre Jack Holden, versión adaptada de William Holden, a quien Alana conoce en una audición; Harriet Sansom Harris personificando a la agente infantil Mary Grady, con quien la protagonista entra en contacto en búsqueda de una carrera como actriz; Benny Safdie interpreta a Joel Wachs, el político para el que Alana se ofrece como voluntaria, con el peso argumental de mostrarle la corrupción y doble moral de la sociedad de la época; y por último, el que posiblemente aparezca mayor tiempo en pantalla, con el personaje más llamativo y estridente, Bradley Cooper como  Jon Peters, el ex estilista vuelto productor y pareja durante más de una década de Barbra Streisand.

Todos cumpliendo con su parte, algunos luciendo más que otros, pero sin hacer sombra a los, como ya dije, protagonistas absolutos de la cinta, Alana Haim y Cooper Hoffman, dos de los más grandes aciertos de casting que pueda recordar en años recientes. Ambos actores se estrenan en esta película, pero la naturalidad, dominio y soltura que demuestran hace parecer que tienen años realizando ese trabajo. Esto posiblemente se deba a la guía del director y la fraternidad que existe entre ellos, ya que con ella ha trabajado en los videos de su grupo, Haim, para quienes ha dirigido varios, y a él lo conoce desde el momento mismo que nació, al tratarse del hijo del ahora fallecido actor fetiche de Anderson, Philip Seymour Hoffman, quien parece haber heredado el talento interpretativo de su padre y que brinda ese aire de homenaje nostálgico a la película. Una pena que Alana no haya logrado la nominación al Oscar, porque si una de las cantantes en competencia debía haber quedado finalista, era ella.

Para el final dejé el que considero es el otro personaje de peso y uno de los mejores puntos de la producción, y es el retrato mismo de la California que se nos presenta. Los que hemos tenido la oportunidad de visitar Los Angeles y zonas aledañas, sabemos que es un lugar que pareciera tener vida propia, que respira como un ser vivo y que te impregna de algo que no logras definir, pero que sabes sólo se encuentra ahí. El director está al tanto de eso, nació y continúa viviendo ahí, entiende que retratar a ese ente salvaje es muy difícil, pero al haber convivido con él le permite lograrlo de manera natural. La época plasmada deben ser recuerdos difusos en su mente, tenía tan sólo tres años cuando se da la historia, más no por eso sus proyecciones se sienten falsas, ya que cada aspecto técnico es llevado con maestría por los seleccionados para apoyar al Anderson en esta, su visión menos pesimista, pero no por eso totalmente dulce, de la ciudad donde creció. La fotografía realizada por el mismo director y Michael Bauman en película de 35 mm, con lentes antiguos para lograr ese efecto retro logrado; la música compuesta de nuevo por Jonny Greenwood, que te transporta a la época y transmite las emociones de los dos personajes centrales; y la dirección de arte que Florencia Martin creó en esta ocasión, hacen que el corazón de la ciudad palpite y cobre vida ante nuestros ojos. Un festín visual que puede llegar a pasar desapercibido por la sutileza de su realización, pero que debió haber terminado en una triada de nominaciones más para la película.

Puede que no sea para todos los gustos, y que dependerá de cada uno, cual hacen los protagonistas con la vida que les ha tocado, observarla con una mirada de ilusión o con el cinismo que la edad va poniendo ante nuestros ojos. Al final, uno decide en su mente que es lo que sucede con los personajes una vez que la última línea es pronunciada y los créditos aparecen, pero sin duda es una de las mejores películas del año pasado, que vale cada premio ganado y que merece la pena ser vista.