Spencer (2021)

Todos conocemos el cuento: cándida y dulce joven conoce a su príncipe azul, se enamoran, casan, ella se
transforma en princesa y termina viviendo en el castillo de su amado; una vez princesa, por lo general,
resulta ser la más bella y quería del reino, siendo idolatrada por todos los que la conocen; entonces,
después de luchar por su amor, viven felices para siempre, como en un sueño hecho realidad. Pero ¿qué
es lo que sucede cuando el sueño se torna en pesadilla? El príncipe no te ama, la reina malvada hace tu
vida imposible, eres una prisionera atrapada tras barrotes dorados que, si bien te protegen, permiten
que seas observada como una atracción de feria por súbditos ávidos por poseer una parte de ti.

Pablo Larraín parece haber pensado sobre este tema mientras armaba la estructura de su última
película, Spencer, optando por brindarle a su relato un aura de cine de terror, en lugar de formular una
biopic en forma. No es la primera ocasión que se quiere llevar la vida de Lady Di al cine, Oliver
Hirschbiegel lo intentó, con desastrosos resultados, con su obra Diana (2013), producción que se hundió
en todo sentido, provocando abucheos unánimes de los que sólo pudo ser medianamente rescatada su
protagonista Naomi Watts, por lo que un acercamiento parecido a la figura de la princesa no era opción.
Larraín no es un director de historias largas, lo suyo es centrarse en acontecimientos específicos,
desmenuzar la esencia de sus personajes en un momento determinado, tal cual hizo con su película
Jackie (2016), donde nos narra los días posteriores al asesinato de Kennedy, a través de los ojos de su
viuda. En esta ocasión el director repite la formula y no hay queja sobre ellos, el resultado es por demás
satisfactorio.

Situada en la navidad de 1991, una deprimida, bulímica y decadente Diana debe pasar tres días en
Sandringham House, acompañada de su marido, hijos y el resto de la familia real. Desde el primer
momento podemos observar el sufrimiento de una mujer que ha visto desmoronarse el sueño en el que
pensó viviría, y que ha sido sustituido por una vida con infidelidades, restricciones, escrutinio público y
una presión sobre sus hombros que la sobrepasa. Una mujer a la que no le falta nada, por lo menos en el
sentido económico, es difícil de retratar como víctima, pero el director, apoyado por las toneladas de
información que la cultura popular ha grabado en nuestras mentes, logra que sintamos una pena
genuina por un ser atrapado, que añora mejores épocas que han quedado atrás, cuestión que hubiera
sido mucho más difícil de no haber contado con la actriz indicada para el papel: Kristen Stewart.

Cuando a principios del 2021 se anunció el rodaje de la película, con reparto incluido, no fuimos pocos
los que dudamos sobre la elección de la actriz. Una interprete que se había vuelto vergonzosamente
célebre por protagonizar una de las sagas más superfluas de las que se tenga memoria y que se había
transformado en material de burlas por su carente expresividad, no parecía la apuesta indicada. La
sorpresa llegaría en el Festival de Venecia, cuando el público se puso de pie para aplaudir el trabajo de
una actriz que había luchado durante una década por sacudirse el estigma que la franquicia sobre
vampiros había marcado sobre su piel, y la crítica la posicionó como la favorita indiscutible para recibir
el Oscar este año. Kristen Stewart es el alma de esta película, realizando un trabajo tan sutil y profundo
que duele. Puede que para algunos no sea más que casi dos horas de ella posando triste, pero nada más
alejado de la realidad, Stewart hace suyo el dolor de su personaje, lo guarda, digiere y al final lo hace
escapar, de manera controlada, como requiere el papel, en los momentos indicados, elevando su
actuación de una forma dolorosa. Cada uno de los aplausos por su interpretación encuentra sustento
cuando la vez desmoronarse y reconstruirse en un segundo, ya que no se le permite demostrar en
público su sentir, superando en interpretación a un guión que por momentos se pierde.

Con un ritmo lento, tal vez demasiado para algunos, el director se encarga de que observemos la belleza
del sufrimiento y la asfixia emocional, apoyado por la magistral partitura que Jonny Greenwood
(compositor de cabecera de casi todas las películas de Paul Thomas Anderson) creo en esta ocasión, así
como la exquisita fotografía de Claire Mathon. Todo es hermoso en Spencer, porque así debe ser, una
jaula de oro en todo el sentido de la frase. El palacio donde se hospedan, los hermosos jardines, la
espectacular vista a sus alrededores, los lujosos vestuarios, belleza en cada lugar donde fijes la mirada,
lujo, glamour; pero al mismo tiempo, todo es grotesco cuando se levanta la primera capa que cubre el
horror que se esconde bajo las apariencias. Una historia de terror que no lo es, con fantasmas incluidos,
visiones del pasado que anuncian el triste destino que tuvo la princesa.


La película nos proyecta dos Dianas, la que se nos mostró en los medios con enfermiza reiteración, y la
real, por lo menos lo que podría haber sido. El uso del vestuario (otro punto notable en la producción)
sirve para marcar las dos caras de una mujer que no tiene voto sobre lo que vestirá en la mayoría de las
ocasiones, ya que su vida es controlada con exactitud milimétrica; pero, por otro lado, están esos
momentos donde, enfundada en jeans, cumple con su papel de madre, mostrando la relajación que esos
pequeños instantes en que se le permite estar a solas con sus hijos le brindan. La comparación entre el
lugar donde pasó aquella navidad y la antigua finca, en la que insiste poder entrar con desesperación,
donde vivió su infancia, sirve como complemento para esta comparación entre un pasado ahora en
ruinas y la falsedad de la que estaba rodeada en ese momento. Una mujer dividida que no logra
reconocerse a sí misma, que no sabe en quién confiar, en que creer, amada por todos, menos por quien
ella quisiera y que intenta con todas sus fuerzas encontrar la fuerza necesaria para seguir adelante.

Quienes busquen una historia de vida común puede que salgan decepcionados, ya que aquí no hay
morbo, no hay escándalos, sólo sofocación y fantasmas. Diana es el centro de todo y permanece en
solitario la mayoría del metraje, el faro que guía al resto de los personajes que aparecen por instantes
para volver a desaparecer después de realizar su papel. Un marido que hace burla de la condición física
de su mujer, pero que no le interesa ayudarla (Jack Farthing); la amiga, única persona en la que confía,
aunque con recelo, y único pilar en el que logra apoyarse (Sally Hawkins); el peso de una reina que la
aplasta hasta casi destruirla (Stella Gonet); el encargado de la finca (Timothy Spall) y el resto de la
servidumbre, quienes parecen ser los únicos que se preocupan por ella. Sí existe acaso un personaje que
pesa y se siente durante toda la cinta, es uno que ni siquiera aparece, y es la ahora celebre amante del
príncipe, representada en la forma de unas bellísimas perlas que penden del cuello de Diana, fungiendo
más como un grillete, que como una joya.

La película es fría, porque así debe serlo, pero es un producto casi redondo que muestra el lado roto de
una mujer que todos creemos conocer. Una cinta totalmente recomendable que el público no debe
dejar pasar cuando llegue a nuestras pantallas próximamente y que definitivamente va a sonar con
fuerza en la temporada de premios. Salvo sorpresas, todos veremos en marzo ganar el Oscar a Stewart,
por lo que sería bueno saber la razón.