Los riesgos del ocio
En estas tres últimas semanas, no me ha quedado de otra que aprender que el mundo es un lugar que seguirá funcionando esté o no yo en él.
Aprendiendo el valor de la paciencia, que realmente no sé si acomodarlo como valor, cualidad o qué, pero sí como algo que realmente necesitaba ser parte de mi personalidad, abrí los ojos hace siete días y contemplé mi casa: todo en orden, todo marchando con el mismo ritmo que ya tenía inherente en ella. A la sorpresa que vino de saber que no era necesario que yo me levantara de mi cama (lamentando el yeso de mi pierna) para que eso siga sucediendo, le siguió el aceptar eso mismo.
El viernes vinieron a visitarnos una pareja de amigos con los que hemos convivido desde hace algunos años, dándonos cuenta de que tenemos muchas más cosas en común de lo que pudiéramos haber creído dada la diferencia de edades que existe entre los cuatro. Lo primero y más importante es el nulo deseo de tener hijos (a pesar de que yo ya los tuve), luego, las ganas de seguir vivos, es decir, de no plantarnos en un cliché de pareja de tal o cual forma, sino en la libertad de ser entes individuales viviendo en pareja.
Y en la plática surgió este tema que todavía se encuentra agazapado en un rincón de nuestra formación como niñas de familia en donde existía la culpa por sentarte a leer, a escribir, a escuchar música, o simplemente a contemplar las migraciones de aves tirada en el patio de la casa materna. Y la sorpresa de nuestras parejas ante algo tan absurdo.
Como mujeres, aprendimos a disimular el placer de poner un disco, un casete, el radio, haciéndolo solamente (o siempre y cuando) tomáramos la escoba o las cosas del baño para lavarlo y menearnos al ritmo de nuestros cantantes o grupos favoritos. Desarrollamos el oído de tal forma que podíamos esconder el libro a tiempo antes de que nos descubrieran con él y brincar de la cama o la silla y fingir estar “haciendo algo”.
Entre mi amiga y yo hay más de quince años de diferencia; entre mi madre y yo también y no puedo olvidar esa vez que llegué a saludarla a su casa, de improviso, y su repentino apagar la televisión que en ese momento estaba viendo. Y la plática que tuvimos donde concluimos que era perfectamente normal que estuviera viendo una película a las cuatro de la tarde de un martes cualquiera. Ya no tenía por qué fingir que iba a ponerse a hacer algo de provecho para alguno de sus seis hijos o de la casa que está siempre impecable de limpia.
La culpa es la piedra que seguimos cargando para ocupar nuestras manos en algo que no sea lo que verdaderamente queremos desarrollar. Y la impaciencia es ese envoltorio de la piedra, con la que fingimos que si no lo hacemos nosotras, nadie más lo hará.
No sé cuántas películas o series he visto desde entonces, ni las lecturas que he realizado. Pero se siente bien dejarse de la culpa, de la impaciencia y comenzar a relajarse y comer pastel de trufa con verdadero placer.