Los riesgos del ocio

He hablado alguna vez por aquí sobre los sonidos que nos traen recuerdos o estados de ánimo para continuar. Olvidé mencionar el que más me gusta de todos: el ferrocarril. Pueden pensar que escuchar el estruendo del tren es lo más alejado de un ruido tranquilizador o sedante, pero qué le vamos a hacer, soy una mujer de rock. 

Dejé de ir al yoga porque siempre ponen musiquita para “relajar” es decir new age (últimamente en pilates les dio por el reguetón, pero eso será otra columna) y una de dos: o me aburro o me pongo nerviosa, con ganas de irme. Me gusta Metallica, Pink Floyd, AC/DC, cosas así, que retumbe el corazón y te mueva a correr, a sudar, a de veras sentir que la sangre se mueve, y con eso viene el relax. 

Así, el ferrocarril cuando se escucha a lo lejos siempre lo he sentido como el sonido que nos avisa, al menos a mí,  que todo está bien, que la vida va, que hay paz y sosiego en el hogar mientras afuera avanza hacia algún lado ese eco cotidiano (a diferencia del cuento de Arreola).

Alguna vez viví en un pueblo en Oaxaca llamado Cosolapa. El hotel donde habitábamos se encontraba a escasos metros de las vías. Guardo dos recuerdos geniales: mi hermano llegando con la noticia de la muerte de Elvis Presley, verdaderamente conmovido, abrazando el periódico lleno de fotos del antes y después del cantante; y el estruendo del ferrocarril a las doce de medio día y a las doce de la noche, siempre puntual. Siempre despertándonos, siempre ahí, como algo que no cambia, algo en que  confiar, algo eterno. Lo escuchaba al mismo tiempo que las respiraciones de  todos mis hermanos, dormidos. 

Estábamos juntos, mis padres en la habitación de un lado, la familia reunida en un pueblo de tierra, sopa de tortuga y mercados repletos de cosas desconocidas; después de haber pasado años lejos de mi papá, por razones de su trabajo. Me sentía protegida, en paz y parte de algo importante.

Creo que de ahí viene esa sensación de tranquilidad. Sabía que mientras todo se movía allá afuera, en la carretera, en las vías, nosotros estábamos seguros, en el pequeño universo que nos albergó a los ocho que éramos en ese entonces. Mientras el ferrocarril pasaba con sus carros, traqueteando y  llevando carga, gente, cosas que van y vienen sin parar. El contraste entre lo que no se detiene y lo jóvenes que éramos, llenos de ganas de salir y vivir sin descanso, pero también disfrutando los últimos años que nos quedaban en el hogar que construyeron mis padres, así haya sido un hotel.

Y por las noches, las tardes, las mañanas, cuando lo vuelvo a escuchar siento otra vez esa paz, ese tranquilo estado que da el estar en casa, en el hogar que ahora yo he creado, lejos de la violencia externa, del ruido mundano de las cosas poco importantes, pero cerca del traquetear sobre las vías que van y vienen, como las olas del mar, como la vida misma.