Los riesgos del ocio

A muchas nos ha pasado, estamos creciendo y no sabemos qué hacer con todo eso que ya no es lo de antes, los brazos, la nariz, orejas, piernas, cadera… pero lo peor, lo más difícil de gobernar es la crecida de senos. Sé que existen estas chicas que desde niñas han podido manejarlo todo, siempre bien peinadas, impecables los zapatos y la adolescencia, un dechado de elegancia. Pero yo no.

A los 13 años de ninguna manera me interesaba peinarme ni mucho menos vestirme para seducir como lo hacían esas niñas que siempre fueron princesas de mami y aprendieron tácticas de belleza desde pequeñas. Pero a mí me creció todo de tal forma que me sentí chueca por mucho tiempo y no supe qué hacer con ello.

Primera etapa, negación. Lo más fácil fue disimular en la ropa que iban dejando mis primos mayores. Pero la playera comenzó a deformarse, ya no me veía como mi hermano, aunque vistiéramos igual, a él se le veía el pecho liso, la playera en su lugar. Yo empecé a llenarme de deformidades, dolores, y tenía que ponerme más ropa que él. Usar un corpiño que me provocaba más calor del que ya comenzaba a sentir por aquél entonces. Y  es que a los 13 años vivía en las afueras de una ciudad tropical, con calor todo el año, y lluvias bochornosas y si ya de entrada tenía la sensación de estarme quemando por dentro, por fuera debía usar ropa de más. Para tapar, para proteger, para acostumbrarme. Era injusto. Yo quería seguir siendo niño, jugar sin preocupaciones con ellos, pero ya no se podía, comenzaron a verme diferente, a tratarme diferente. Y esa fue la segunda etapa: bicho raro.

Dolores por todos lados, cero ganas de treparme a la barda o brincar en la bici como antes. Mi mamá por ese entonces creía en el poder de sanación de la leche, que si te picó una hormiga, que si no puedes dormir, que si sientes nervios en el estómago: toma leche. Así que cuando llegaron los primeros dolores, pues la solución, antes que el doctor fue: toma leche.

Y vaya que detestaba la leche, hasta la fecha. Tercera etapa, esconder. Esconder el dolor, esconder el vaso que no beberás, esconder el cuerpo de la vista de los demás, no salir, encerrarme en la recámara.

Hasta ese mágico momento en que, obligada por mamá vas a comprar ropa porque ya vienen todas las fiestas de quince años de tus compañeras de secundaria y te das cuenta que esos hermosos sostenes llenos de adornos y encajes y flores y colores comienzan a quedarte. Y tu cuerpo te reclama que dejes esa venda con la que te cubres lo que creías unas pequeñas tetas deformes, y comiences a lucir como una chica sin sombras. 

Y luego vendrán las primeras citas calenturientas, y entiendes que cualquier previa molestia, incomodidad o sufrimiento fue nada comparado con los placeres que comienzas a desear cuando sales con algún chico. Dejas las sudaderas y playeras estorbosas, te colocas los hermosos sostenes amarillos de flores blancas o rosas, blusas que revelen como por descuido, hasta donde tu educación de colegio o la crítica de las tías lo permiten, lo cómoda que te sientes contigo misma.