Los riesgos del ocio
Vengo de una familia de esas que se les llama muégano, por aquello de la unión. Y eso ha tenido cosas buenas y malas. Lo peor es que la privacidad se compartía, sobre todo la del baño, las playeras se heredaban del más grande al pequeño, los tenis y zapatos eran de reúso. Lo peor es que nos volvíamos uno y la llamada de atención al desordenado se transformaba en castigo parejo para todos si nos pescaban juntos, o sea, casi siempre.
Lo mejor, aprendimos a nadar, andar en bici, bailar y a fumar en bola. La cola en la tortillería se volvía más rápida cuando íbamos de a tres o más. Se compartían recuerdos e incluso sueños, tan así que luego no se sabía si lo habías soñado tú o alguno de tus primos te lo contó y lo hiciste tuyo.
Nos dividimos por grupos en rangos de edades. Así, a pesar de que mis hermanas son más chicas que yo, nunca me faltaron estas otras cuatro hermanas con las que compartí el relato del primer amor, el primer facial, el primer depilado con pinza, el primer disco de Madonna, la primera noche de alcohol a escondidas.
Ser familia me dio esas hermanas entre las que cuento dos primas gemelas que conforme pasa el tiempo descubrimos que nunca nos parecimos excepto tal vez por la manera como nuestros ojos, que ni siquiera son del mismo color, se abren ante el asombro. También tuve esos hermanos, muchos, sobre todo mayores, que se vuelven necesarios en el colegio cuando los tipos groseros y castrosos comienzan a molestar. Primos que se acercaban con el poder de su edad, y de su estatura, a preguntar “¿Qué te traes con mi prima?”, suficiente para que los amantes de fastidiar, nos respetaran y nos evitaran.
Y la educación sentimental, esa que da al compartir la música y las clases de inglés, el futuro inventado y relatado al ritmo de ELO, Pink Floyd (bajito, no nos fuera a escuchar mi tía), Silvio, Pablo y demás trova, y, todavía más bajito, a Metallica, casi tan a escondidas como cuando leíamos el Lágrimas, risas y amor.
Primos y primas con el corazón roto o lleno de esperanza, con los que bailé sin parar toda la noche en La Rosa, con quienes compartí largas cartas y lecturas, idas al campo, viajes, regaños y risas, con quienes aprendí a hacer galletas o simplemente a disfrutar el hacer nada, viendo pasar las auras por las tardes.
Eso ha sido pertenecer a una familia que no dejó de festejar junta cada cumpleaños, posada, navidad y año nuevo; hasta que la cantidad de gente fue tal que ya no se pudo.
Ahora nos toca despedirnos por la muerte. De lejos, sin abrazos, pero con recuerdos compartidos.
Me encanta ser tu gemela de ojos de otro color. Vamos a extrañar hasta el alma a lo que se nos han adelantado.
Ya le empiezan a faltar bolitas de dulce al muégano.