Los riesgos del ocio

Sin ser Gregorio Samsa despierto con la absurda sensación de no ser yo. 

A punto de llorar, porque no soy tan valiente como personaje de novela, me observo y re observo (si es que existiera esa palabra) en el espejo del baño. Sí, aparentemente todo en su lugar: ojos, boca, nariz, las piernas saliendo de camisón, pero… hay ciertas… pequeñeces… que no había querido notar. Cosas que comienza uno a ver, pero  te haces la que no ves: unos cabellos más tiesos aquí, unas líneas allá, cierta flacidez que ni las dos horas de gimnasio pueden evitar (¿tendré que subirle a tres horas?) y una angustia que no sé de dónde viene porque, si bien ando sin lana, eso es un “como siempre”  que me dice que no hay nada nuevo. 

De golpe me llega la duda ¿será la terrible palabra con M? ¿Esa que ni mis amigos más liberales y “sexo fris” pueden decir sin sonrojarse? Corro a consultar a nuestro san google de todos los días y ahí está: “menopausia: enfermedad femenina que comienza generalmente  a los 40 años”.  ¿Enfermedad? Vaya, vaya. Y entre más busco, más hablan sobre los síntomas del mal, “ha llegado el momento en que el cuerpo femenino va en decadencia”, “termina la vida sexual”, “todo se viene abajo”, y más… ¡y más!, el terror va invadiendo mi ser ¡mi vida como la conocía hasta entonces ha terminado! ¡Olvídate de la alegría, del coqueteo, de los hombres, la diversión! Prepárate para ser una anciana. Quítate el escote, córtate el cabello, guarda tus tacones, paren la fiesta… ¡no y no!

Inmersa en mi miseria llego a casa de la Babi. No sé por qué mis amigas de la primaria tenían apodos tan cursis. En fin a la Babi a veces tengo que preguntarle su verdadero nombre. Obvio siempre se enoja, pero eso no impide que sigamos tan amigas como hace más de… ¡cielos! … claro que estoy en la edad de la M, y ella, y la Cachis, y la Meli y todas. 

Saca un hermoso par de tazas, lo que queda de la vajilla heredada por su madre, toda una dama de antaño cuando ser ama de casa era la finalidad laboral de una mujer. La Babi pretende servir té. Por supuesto que no me dejo, no estoy enferma, casi le grito. Saca una botella de algo sospechosamente antiguo guardado en la hermosa despensa de madera labrada, también herencia de su madre, un líquido azul violeta cuyo nombre desconocemos pero con un sabor que nos da para dos horas de charla, de quejas, de risas y de darnos cuenta que no estamos enfermas, simplemente caducas para una parte de la sociedad que solo quiere ver firmezas y tersuras. 

Nos despedimos después de agendar cita con nuestros respectivos ginecólogos. Google y sus ganas de hacernos sentir caducas, se van al destierro.

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