Los riesgos del ocio
Para dejar de sentir la vibra pesada de los vecinos, esa que te lanzan pensando “mira su patio lleno de hojas, no ha barrido”, me puse a recoger ese montón otoñal que para mí es decoración natural y necesaria. El sonido del golpe de la escoba sobre las ramitas me llevó inmediatamente a la época de la infancia cuando podía correr por la plazuela aplastando hojas a diestra y siniestra logrando que el crujido típico de la época me adelantara las sensaciones de las noches tempranas, el fresco pre invernal, el olor de las mandarinas y el de las clases de dibujo a tinta que durante una semanas nos dio la Seño Soco en el colegio.
Mientras recordaba y metía al bote de basura ese pedacito de tiempo ido, los pájaros del rumbo cambiaron de árbol; ya saben, mucha alharaca de alas, mucho sonido que en algunos es canto melodioso en otros es mero graznido y me transporté a otros tiempos, esos sin prisa cuando podía observar el ir y venir de las golondrinas mientras construían su nido en las vigas de casa de mi mamá, y después escuchar los pequeños cantos de los polluelos recién nacidos. O el de las “palomitas de la flojera” que escuchábamos después de comer, a esa hora cerca de las tres de la tarde, cuando el sol del desierto te impide hacer cualquier otra cosa que no sea tomar una siesta o sentarte a leer en el fresco del pasillo, con ese “cucú” de fondo.
Guardamos sonidos que de pronto, al presentarse nuevamente, en segundos nos regresan a otras edades, porque hay ruidos que no cambian: la puerta cuando llegaba mi padre silbando, después se convirtió en mi hijo con el mismo zapateado en el pasillo e igual canturreo; las cazuelas golpeando en la cocina, el encendido del fuego en la estufa, los cubiertos tintineando, hora del momento familiar. El de los corchos de las botellas de vino saliendo secamente, que indican la hora de dejar de escribir para un pequeño descanso con la pareja. El sonido del mar, siempre el mismo, siempre amado, siempre terrorífico que te recuerda el batir de la angustia en el pecho al ver entre las olas, lejanos como el horizonte, los cuerpos de tus hijos colmados de risas estridentes al ser golpeados con el rugido.
Y esa otra música, el rock que mi mamá sigue relacionando con los sábados de limpieza porque era parte del ritual que mis hermanas y yo teníamos o seguimos teniendo. El rasgueo de la guitarra por las noches, en las reuniones de mis padres y sus hermanos, me producía un gran confort y la misma paz que hoy logra el arrullo ensordecedor de los grillos durante el verano.
El sonido de ese silencio previo al temblor, al nacimiento, a la tormenta de polvo. El siempre diferente que producen los cuerpos que se encuentran por la mañana que antecede a los gemidos del amor. La risa de tu pareja que estalla tan acogedora como un abrazo. El golpe del carpintero haciendo su nido por la mañana.
El silencio espeluznante, cuando se contiene la respiración tratando de averiguar si fueron balazos o cohetes. El grito, las carreras, los portazos, el llanto, las sirenas que fueron parte de una época que se quiere olvidar pero cuyo recuerdo lo vuelve a traer cada fiesta patronal con sus petardos. Barrer las hojas del otoño puede desencadenar tantos recuerdos como se permita uno en ese breve espacio de quince minutos que toma dejar presentable un patio, al menos por una semana más.