Los riesgos del ocio

Es inevitable en estos días pensar en todos esos seres que han formado parte de nuestra historia, pero que físicamente ya no están. Esas personas que de alguna manera se quedaron en el recuerdo, no como meras presencias sino como partícipes en la creación de lo que hoy somos. 

Una vez, hace muchos años, acostados sobre el piso del escenario del hermoso Teatro Isauro Martínez, mientras esperábamos a los compañeros para el ensayo, mi amigo Tony y yo hacíamos reflexiones adolescentes sobre qué y por qué estábamos en el mundo. Pensábamos en la vida como fotografías que íbamos colocando en el telón de fondo; pero hacíamos la aclaración de que no cualquier imagen cabría en ese espacio, debían ser sólo aquellas donde apareciera ese momento que nos daba una vuelta de tuerca existencial, el que nos regalaba un recuerdo transformador, o una enseñanza, o un llanto liberador, o un cariño tan grande, que la foto se podía sostener por sí sola. 

En ese momento de nuestra vida, las imágenes que valían la pena tener sobre nuestros respetivos fondos negros eran acaso unas veinte o treinta. Años después, recordando ese día, nos dimos cuenta lo mucho que había crecido nuestro álbum; de la gran cantidad de fotos dolorosas, divertidas, extenuantes, alegres, amorosas, llenas de lágrimas, de viajes, de besos que habíamos colgado en esa tela.

Hace ya un tiempo que Tony forma parte de ese telón. Al igual que tantos otros que se fueron de manera inesperada, o con la previsión que da la enfermedad; a algunos los recuerdo con cariño por todo lo que se nos permitió despedirnos, a otros con cierto enojo producido por la distancia que impidió un adiós de abrazos; a muchos más con la sorpresa de su partida, sin previa cita preventiva. 

Muchos no nos queremos ir, otros están anunciando que se nos van desde que los conocemos; así son los amigos, así son sus ausencias todas diferentes: desde el primer adiós de mi vida que fue para los abuelos, muy familiar y previsible; pasando por el de Pablo, aquél novio de la secundaria que nos legó su juventud suspendida; hasta la reciente partida del poeta Jaime Augusto, todos van dejando iconografías entrañables.

A medida que la lógica humana de los años cumplidos nos acerca cada vez más a ser la posibilidad de una foto en el telón de fondo de alguien más, uno se va preguntando ¿y luego qué? ¿Qué sigue? Pero como no me voy a meter en asuntos filosóficos de nunca acabar, sólo me queda desear que la imagen que me corresponda ser en otros álbumes sea divertida o de perdido alegre, o al menos que al ser contemplada y recordada, sea con una sonrisa y sin la sensación de algo inconcluso en la vida de los demás.