Navidades dispersas, memorias reunidas

RELATO PERSONAL

Era diciembre, y en mi infancia, significaba emprender un viaje hacia el campo. El objetivo era encontrar, entre los árboles, una rama que, aunque seca y esquelética, tuviera la forma de un árbol pequeño, con suficientes ramificaciones para imaginarla adornada con luces y decoraciones navideñas. En esas visitas el aire estaba impregnado de un aroma dulce, una mezcla de cañaverales, como si el paisaje nos envolviera con las historias del ingenio azucarero. Evoco el crujir del suelo bajo mis pies y cómo mis manos recorrían la corteza rugosa, llena de grietas. No era simplemente una búsqueda, era un ritual en el que algo tan sencillo cobraba vida gracias a la ilusión y la esperanza.

Es mediodía. Un parque.

Invierno. Blancas sendas;

simétricos montículos

y ramas esqueléticas.

—Antonio Machado

A veces, atábamos aquella rama al techo del coche; otras, con suerte, lograba entrar en el interior, dejando sobresalir por la ventana, los delgados troncos que habían sido frondosos. En casa comenzaba la magia: cubríamos las ramas con algodón, imitando la nieve que veíamos en las faldas del Volcán de Colima. Las esferas, las luces y esas tarjetas navideñas, guardadas año tras año. Hoy, estas tarjetas, son imágenes efímeras en redes sociales o correos electrónicos; mucho de su esencia se ha perdido. 

La Navidad era sinónimo de largas reuniones familiares en la casa de los abuelos, Fidencio y Camila. Sus muros vibraban con las voces de mis tíos y primos, entre risas y bromas que parecían no tener fin. Pero la música era lo que realmente cohesionaba. La familia materna compartía un vínculo insondable con el canto y la habilidad para tocar instrumentos. Yo, sin embargo, no heredé ese don; provengo de una familia distinta.

En estos días, los recuerdo a ellos, a Lourdes, nombre que fue el de mi madre, el mismo que me dieron a mí antes de que adoptara el que hoy llevo. ¿De quién serán estos rasgos? ¿De quién la forma de mi boca, la manera en que, con el paso de los años, cambiará mi rostro y mi cuerpo? ¿Serán de mi madre, de mi padre, de mis abuelos? ¿Hay alguien más además de mí, hermanas, hermanos? ¿Cuántos primos tendría, cuántos tíos? ¿Dónde viviríamos? ¿Me gustaría también leer y escribir poesía? ¿Amaría los libros tanto como los amo ahora? Y ¿los legados invisibles?: ¿de quién habré heredado este dulce exceso, el insomnio, mi pasión por las palabras, esa necesidad constante de escarbar en ellas y en la vida misma? Volvamos a la Navidad. Las melodías llenaban el aire, con la guitarra marcando el ritmo de los villancicos, y después, de las canciones de la temporada o de aquellas que evocaban tiempos pasados.

…Como el alma tiene

su música oculta,

parece que el alma

llora con la luna!..

—Jaime Torres Bodet

Con los años, las reuniones cambiaron. Crecimos, las familias tomaron caminos distintos y las tradiciones se adaptaron a un ritmo de vida diferente. Durante la adolescencia, la Navidad dejó de ser una fiesta bulliciosa para convertirse en algo más cerrado, aunque no necesariamente íntimo. Fue una época difícil, oscura, que me causó dolor y frustración. Vivía el contraste entre desear más libertad y sentir la presión de cumplir con las expectativas familiares. Otras Navidades las pasé con mi tío Abel y mi tía Yola, ya fuera en el lugar donde nací o en Cuauhtémoc, a donde se mudaron más tarde. Allí tenían una casa con alberca, aunque no estoy segura de haberme bañado en ella, sí tengo nítidas las habitaciones, la sala, el cuarto de televisión, el aroma de la cocina, porque mi tía elabora manjares exquisitos, además de pasteles y galletas que son un milagro. Cuando se mudaron a Guadalajara, las celebraciones cambiaron, con reuniones aún más grandes que incluían a la familia extendida.

…aromas gajos dorados

y el azafrán volador.

¡Vaya delirio!

¡vaya el color!

—Gabriela Mistral

Hoy las Navidades son diferentes. Aún tenemos un árbol, aunque no salgo al campo a buscarlo. Mis padres, ahora mayores, viven conmigo en Torreón, y las celebraciones se dividen entre mi familia y la del marido. Nos reunimos con sus hijos y su nieta; otras veces optamos por cenas más privadas. No sé cómo será esta Navidad. Hay tantas cosas en mi vida que siento fuera de control, y algo dentro de mí se ha apagado. Esa energía que me hacía sentir viva y conectada, esa chispa que me elevaba se ha desvanecido. A pesar de todo, debo vestirme, maquillarme, confiar en que, de alguna manera, la Navidad y el Año nuevo, traerán consigo la música, la calidez y un poco de aquella ligereza infantil. Mientras escribo, miro los libros que me acompañarán en estas fiestas. Uno es Las más bellas reflexiones sobre la vida, de André Comte-Sponville. Este libro me dice que, incluso en los momentos más desafiantes, hay espacio para la esperanza y la gratitud. La luz y la oscuridad pueden coexistir sin dañarse mutuamente.

Lanzándoos

hacia la oscuridad y la luz a la vez

ávidos de sensaciones

como si fueseis algo nuevo, deseando

expresaros

puro brillo, pura vivacidad

— Louise Glück

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