Los riesgos del ocio
Nos levantamos temprano y vamos al centro comercial. La idea es pasar por algunos productos para mí que solo se venden en ciertas tiendas que se encuentran en ese sitio.
El lugar está lleno de cosas esponjosas y muy lindas, como dice mi marido “es el paraíso de lo cursi”. Sí, en efecto, a veces uno necesita estar en esos espacios para relajarse de tanto mundo real. Lo kitsch, el día de hoy, ha logrado que me sosiegue al grado de olvidar todo lo vivido en la semana, el dolor, el cansancio, el sabor metálico en mi boca, el asco por todas las comidas, debido a la quimioterapia que acabo de tener. Estuvimos en Cursilandia un buen rato, encontré más o menos todo lo que necesitaba y salimos con cositas rosas en la mano.
¿A dónde va esta columna? ¿A relatarles mi día en el centro comercial? Sí y no.
No somos muy afectos a andar en esos lugares, generalmente vamos porque necesitamos algo específico que solo venden ahí. Yo en lo personal, hace muchos años desarrollé una especie de aversión a esos lugares como paseo. Creo que hoy me he reconciliado con la idea de ir a pasar una mañana, vagando por los pasillos, husmeando los aparadores, mientras me como un helado de yogurt y de la mano del amor de mi vida comento, hago chistes o me asombro de lo que veo.
De regreso a casa, me sorprendió el doloroso recuerdo de lo difícil que fue ser una mujer sola con tres hijos y tres trabajos (dado que al tal papá le fue muy fácil irse y no ocuparse) y lo inaccesible que era pasear por esos lugares. Comenzando por lo lejanos, siguiendo por la falta de dinero para comprarles a los niños lo que se les antojara, y terminando por las ganas que tenía de darles todo y saber que no se podía.
Ser mamá sola hace treinta años fue difícil. No existían los apoyos emocionales y legales con los que se cuenta ahora y no teníamos tiempo de tramitar todo lo que están logrando las madres de hoy. Me da gusto ver cómo se están uniendo y logrando que los padres que abandonan paguen pensión. Me imagino el alivio económico y el tiempo para dedicarme a ser mamá que hubiera tenido, de haber podido obligar a trabajar al tipo con el que tuve a mis hijos.
Es emocionante saber que pueden acceder a cualquier trabajo y protegerse contra el acoso, ser contratadas a pesar de tener hijos, no ser vistas como la mujer fácil que “ya lo hizo con otros, ya no puede perder nada”, continuar con su proyecto de vida, en lugar de ponerlo en pausa, por los hijos. Están haciendo un cambio que en mucho se debe a las redes sociales, nosotras estuvimos aisladas, solas y con el tiempo apremiante y todo en contra para conseguir alimento y casa.
Las lágrimas que derramé en el automóvil, de regreso, tuvieron un poco de nostalgia por esas infancias precarias que saqué adelante como se pudo, quitándole tiempo a ciertas tareas para llevarlos al parque, dejando de comer a veces para festejar cumpleaños, usando ropa que me cedían primas y amigas, para poder comprar vestidos para que mi hija fuera a las fiestas de quinceañera de sus amigas. Y, sobre todo, el llanto fue de alivio, porque eso ya pasó, ya no es necesario contar centavos, ni pesos. Sin ser ricos, el dinero y el tiempo de convivencia han dejado de preocuparnos.
Nuestros problemas ahora son otros, más fáciles de resolver.