Los riesgos del ocio

Han terminado todas las fiestas decembrinas, por fin. No es que sea un mono verde que odia las navidades nada más porque sí, la verdad es que hay muchas razones para sentir esos días que, originalmente eran religiosos, como algo pesado y lleno de compromisos.

Cuando niña y adolescente, los festejos navideños eran tranquilos. Los que eran religiosos se reencontraban con sus creencias y los que no lo éramos, teníamos tiempo para la convivencia familiar, sin mayores pretensiones. Muchas veces los regalos eran accesorios, lo importante era llegar a la reunión, con el platillo que tocaba por familia. Era el momento en que todos los primos podíamos estar en la misma casa, desvelándonos, comiendo sin ningún control (o sea no era necesario consumir verduras), bailando y jugando sin que nadie nos mandara a dormir. Además, nos colábamos en el comedor o el salón donde estuvieran nuestros padres, para escucharlos hablar de sus cosas de hermanos y cuñados; instantes agradables de infancia en los que se cantaba mucho, cada que un tío recordaba a fulano o zutana con tal canción, o cuando le venía a la mente aquella otra que escucharon en algún momento. Eran días en que no se pensaba en los obsequios, en los “deben ser”, en los “hay que actuar de tal o cual forma”, simplemente se lo pasaba uno en compañía placentera.

Luego llegó ese año en que fui enganchada por un monstruo que conseguía montones de dulces con los que llenaba una navidad y día de reyes de lo que yo siempre consideré cosas innecesarias, tomando en cuenta las carencias que tenía “la familia”. Esos años, hubo árboles navideños solo con algunas luces mal puestas porque “luego”. Mi pánico crecía ante las bolsas de juguetes con las que llegaba; juguetes que después terminaban arrumbados en una caja, porque los niños preferían colorear, jugar con cartones, ir al parque, hacer otras cosas de acuerdo con sus sensibilidades, que él no veía. Nunca entendí la costumbre de su familia de reunirse en navidad a recordar pasados dolorosos y restregárselos en pláticas llenas de saña irónica u odio, con deseo de seguir lastimando al protagonista de tal o cual hecho vergonzoso. Tampoco supe nunca de dónde sacaba dinero para comprar tanto juguete y caramelos, porque cuando necesitaba leche, pañales, zapatos o un médico, no había dinero. 

Fueron esos diez años de vivir con el tipo que convirtieron a las navidades en asuntos incómodos, tristes, llenos de gastos inútiles y hambre, cansados. 

Y ahora que he decidido no poner árbol, ni adornos, ni nacimiento, ni tener regalos para dar o recibir, se vuelve un poco más agradable. Excepto porque todo mundo se mueve con un espíritu festivo que no va de acuerdo con la carga de trabajo. Es difícil mantener cierto ritmo jolgorioso cuando al día siguiente hay que levantarse muy temprano a lidiar con el horario laboral, llevando la desvelada a cuestas y, confesemos, unas cuantas copas nocturnas o una cena fuera de lo común, o una comida que se prolongó más horas de lo normal, encima.

Es posible que sí me esté convirtiendo en ese monito verdoso, porque cada año me cansa más la Navidad, a pesar de no hornear ni ir de tienda en tienda buscando el regalo perfecto. O tal vez simplemente soy una persona celosa de su individualidad.

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