La canonización de Messi: el otro Diego y el fin de la grieta
“Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”.
JORGE LUIS BORGES
Para Juan Gómez Junco, Raúl Jáquez y Jesús Eppen
Eduardo Galeano decía que existen muros invisibles que separan a los que tienen de los que necesitan, que dividen al planeta entero en norte y sur, y que trazan fronteras ideológicas en países y regiones: “Cuando el sur del mundo comete la osadía de saltar esa pared y se mete donde no debe, el norte le recuerda, a palos, cuál es su lugar”. El ejemplo perfecto es Nápoles, la ciudad que solía ser la cloaca de Italia. La otra Italia, la de los desclasados y mafiosos. Por lo tanto, para el resto de los hinchas en la década de los ochenta, Maradona como líder del Napoli era el símbolo de los menospreciados. Para las aficiones del norte, sobre todo la Juventus, el Inter y el Milán, el astro argentino no era el mejor jugador del orbe sino el ángel de los caídos.
La vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial. Y Diego Armando Maradona murió en 2020. Por lo tanto, estaba escrito en las estrellas que Qatar 2022 se transformaría en el escenario perfecto para el montaje final de una épica: la coronación de la Argentina de la mano de Lionel Messi, el heredero natural de D10S y en su última Copa del Mundo, después de ganarlo todo en el Barcelona y aterrizar en uno de los clubes que encarna la esencia de la posmodernidad en términos económicos, socioculturales y geopolíticos: el Paris Saint-Germain (PSG), encumbrado en épocas recientes a la élite del balompié europeo, precisamente por estratosféricas inversiones de origen qatarí.
En las semanas previas a la justa mundialista, el progresismo de lápiz labial no hablaba de otra cosa –y con acento de superioridad moral– que Qatar era un régimen corrupto que viola los derechos humanos y discrimina a las mujeres y la diversidad sexual. Una discusión de índole política y moral. Sin embargo, ese debate poco a poco se diluyó para dar lugar a una encarnizada batalla cultural. Este Mundial desnudó de forma visceral la anti-argentinidad que se anida en los rincones más oscuros de algunos laguneros y mexicanos. Un sentimiento transversal que amalgama por igual a fascistas de clóset, resentidos sociales, pseudo-republicanos, personalidades del arte, periodistas deportivos, maestros universitarios, nuevos ricos, reaccionarios de boutique y jóvenes de clase trabajadora.
Tengo amigos que a lo largo de la competencia le profesaron un odio demencial a Messi: «elfo subnormal» o «enano hormonado», eran algunas de las sentencias que lanzaban conforme La Albiceleste fue avanzado en el torneo, creciendo emocional y futbolísticamente. Me imagino que lo ven a Leo como la representación final de la corrección política y la domesticación del futbolista globalizado, frente a la nostalgia de los jugadores de antaño que ensalzaban la autodestrucción: George Best, Paul Gascoigne o el mismo Maradona; poseedores de una imagen más cercana al rebelde, al rockstar, al punk, al poeta maldito, al alcohólico, al drogadicto, al anti-sistema. Así, esa fauna un día estaba con Polonia, después con Australia, más tarde con Países Bajos, posteriormente con Croacia y al último con Francia. El tema era estar en contra de la Argentina: se relamían los bigotes y se humedecían los labios con la idea de verlos perder.
Incluso un periódico de talante liberal como el Washington Post, publicó una desafortunada columna de opinión titulada: Why doesn’t Argentina have more Black players in the World Cup? (¿Por qué Argentina no tiene más jugadores negros en la Copa del Mundo?), escrito por Erika Denise Edwards con el propósito de instalar un discurso –más allá de lo estrictamente deportivo– muy ligado a la cultura de la cancelación, la deconstrucción y la ideología de género. Cuestionando el porqué la nación sudamericana no seguía los pasos de países como Alemania, Francia o Inglaterra, haciendo gala de un desconocimiento de la historia argentina, a grado tal de poner en tela de juicio términos como: morocho y criollo. No pasaron ni tres días cuando el medio de comunicación tuvo que colgar en su página web una corrección y aceptar que cometió un error conceptual.
Uno pensaría que esta aversión proviene de profundas reflexiones filosóficas o antropológicas, pero no. El hilo conductor es muy básico: la irracionalidad, el único territorio desde el cual se puede acceder al debate cuando no se cuenta con argumentos sólidos para un diálogo constructivo. Algunas personas odian lo que aman y viceversa. Es la incapacidad de disfrutar y reconocer el éxito del otro. El amor trunco que arrastran desde la niñez. Aunque ese análisis mejor se lo dejo a los psicólogos.
Qatar 2022 fue el Mundial que la progresía internacional aprovechó para intentar disciplinar ideológicamente a las masas: Alemania y la manito en la boca por la censura del brazalete LGBT o los jugadores ingleses arrodillados en modo #BlackLivesMatter. La vieja Europa que mantiene grandes negocios, mientras utiliza el fútbol para blanquear su moralidad. Al igual que la FIFA, por más que Gianni Infantino afirme que por un día se siente: “qatarí, árabe, africano, gay, inmigrante o discapacitado”; eso sí, desde el privilegio del adoctrinamiento, el arrepentimiento y la simulación. Países Bajos también nos quiso vender humo: es cierto, es una de las naciones más progresistas del mundo, pero también es responsable de siglos de colonialismo. No nos olvidemos que el apartheid, el régimen segregacionista en Sudáfrica fue un invento de los afrikáners, la población blanca de origen neerlandés.
El primer Mundial en tierras árabes fue una agradable afrenta a nuestra mirada occidental y será recordado como un hito en la historia. Los partidos fueron verdaderas batallas campales. Juego en esencia pura, mezclado con mística, talento, corazón y capacidad. Marruecos –esos entrañables irreverentes del norte de África, pero ubicados geopolíticamente al sur del continente europeo (otra vez, el sur)– se convirtió en el embajador de la cultura islámica al aglutinar a hinchas del Raja Casablanca que acudían a los estadios entonando canciones por Palestina. También los saudíes y tunecinos abrazaron al equipo del Magreb que eliminó a España y Portugal, y que nunca le tuvo miedo a Francia. Casi nada.
Y qué decir de los croatas, también parte del sur de Europa, que ganaron su segunda presea mundialista como tercer lugar (Francia ’98), sumado a un subcampeonato (Rusia 2018). Unos días antes de que finalizara la Copa del Mundo, se conoció la noticia de la muerte de Siniša Mihajlović, un extraordinario defensa serbio que brilló sobre todo en la Sampdoria y la Lazio gracias al cobro magistral de tiros libres, y que alguna vez declaró sin pudores ni tapujos que se sentía ideológicamente afín al presidente Slobodan Milošević, conocido como El carnicero de los Balcanes, en el contexto de las Guerras yugoslavas. Sería interesante saber desde su nacionalismo exacerbado, qué opinaba de los éxitos de Croacia en contraste con la opacidad futbolística que Serbia acusa en estas tres décadas.
Vuelvo al sur, como se vuelve siempre al amor. Argentina fue más grande que cualquier campaña de linchamiento mediático y lo demostró partido a partido. La virtud inicial del equipo fue saber jugar con un genio: Messi, y éste se erigió como su mejor versión, la última, la más completa. El mensaje final fue recuperar la cultura del esfuerzo, la competencia, la humildad y el trabajo en conjunto. Por primera vez en muchos años, no existían vedetismos, divisionismos, internas o envidias en el vestidor celeste y blanco. Fue el Mundial en el que las voces amargas que seguían criticando a Leo no encontraban donde meter la cabeza. Su ego no les permitía aceptar que se equivocaron.
En la construcción de la filosofía de esta Selección, la figura del director técnico Lionel Scaloni fue fundamental. Al igual que Messi, durante años fue puteado y maltratado por el periodismo berreta. Sin embargo, fue paciente, modesto, bajo perfil, trabajador, estudioso, preparado, rodeado de gente de confianza como Pablo Aimar, Walter Samuel y Roberto Ayala, esa especie de consejo de sabios con el que supo recuperar la identidad, la grandeza y las raíces por medio de un grupo de 26 gauchos. Juntos reescribieron la postal del caudillo argentino, ese que no necesita gritar, insultar, mentir, agredir o prepotear, y que también puede ser silencioso, amable, familiero y honesto.
Pocos se acuerdan que Scaloni siempre tuvo pasta de campeón. Antes de ganar la Copa América en 2021 frente a Brasil y la Finalissima en Wembley contra Italia, el santafecino saboreó las mieles del triunfo en el Mundial Juvenil de Malasia 1997 y más tarde, en la mejor época del Deportivo La Coruña, aquel Eurodepor con el que obtuvo una Copa del Rey, dos Supercopas y una Liga –hasta ahora la única en 116 años de historia del club gallego–, al lado de Mauro Silva, El TuruFlores, Diego Tristán, Fran y compañía. Ídolo en Riazor, el Leónidas de Pujato era un jugador de los que dejaban huella por donde pasaban y no olvidaban un detalle de lo vivido.
¿Para qué sirve ser campeones? En lo político, económico y social, Argentina se encuentra en una etapa terminal. Me gusta pensar que este equipo liderado por Messi pueda resarcir algún día esa grieta histórica que tiene anclado a un país entero en discusiones viejas y que atrasan un montón. Tal vez la figura de Lionel pueda curar el conflicto de esas dosArgentinas enfrentadas ideológicamente. Este podría ser el momento de derrumbar el mito acuñado por el filósofo español José Ortega y Gasset en 1924, que advertía en la juventud argentina: “demasiado énfasis y poca precisión”.
Messi terminó en Qatar una discusión bizantina que se prolongó durante años y que tenía una dialéctica intrínseca con la devoción a Maradona. La respuesta del rosarino apuntó más hacia la trascendencia. El escritor Hernán Casciari reivindica su exultante argentinidad desde el exilio en su célebre texto conocido como La valija de Lionel: “Había dos clases de inmigrantes: los que guardaban la valija en el ropero ni bien llegaban a España, decían «vale», «tío» y «hostias». Y los que teníamos la valija sin guardar manteníamos las costumbres, como por ejemplo el mate o el yeísmo. Decíamos yuvia, decíamos caye”.
El fundador de la revista Orsai y que también vivió tres lustros en tierras ibéricas, explica con gran emoción que esta historia épica no hubiera ocurrido jamás, si el Messi de quince años hubiera escondido su valija en el ropero. Sin embargo, nunca equivocó su acento ni olvidó su lugar en el mundo. De hecho, asegura que aquella frase picante y después re contra viralizada de: “¿Qué mirá’, bobo? ¡Andá payá!”, que para muchos pudo ser anecdótica o pintoresca, para los argentinos como él que vigilaron su acento desde que llegó a Barcelona, fue una frase perfecta, porque se comió todas las eses y su yeísmo seguía intacto: “Por eso la humanidad entera deseaba el triunfo de Lionel con tanta fuerza. Nunca nadie había visto, en la cima del mundo, a un hombre sencillo”.