Crónica del día que rompí (temporalmente) el aislamiento
El asunto comenzó, creo, el jueves por la tarde. Quemaba yo las horas frente al computador, entretenido con algún trabajo monótono e intrascendente; papeleo que nunca falta en las oficinas. Aquella tarde estaba en casa porque la pandemia obligaba a los viejos a recluirse para evitar ser uno más en la estadística de la conferencia diaria -masculino, 62 años, sano.
Tiempos tristes se vivían en Monterrey; tiempos de recogimiento y temor, como de cuaresma del siglo antepasado; solo nos faltaba cubrir los espejos con paños negros. De repente sentí una punzada en la espalda baja y siniestra. Intenté reducir el dolor con un masaje suave, mientras seguía enviando correos electrónicos con la otra mano. Subió de intensidad muy rápido y me obligó a estirarme. Esta maldita silla incómoda me traerá problemas con la columna otra vez. Son problemas ya superados; mal superados es cierto, pero de alguna forma ya en el pasado. El dolor seguía con tenacidad de pordiosero. Decidí levantarme y dar unos pasos en la habitación.
Hacía calor. Tomé el control del aire acondicionado, pero me detuve pensando que el frío es mal compañero para los dolores de espalda. En estos casos es mejor la sensualidad del calor húmedo. El asunto adquirió tonalidades violentas, como si de un navajazo se tratara. Decidí buscar ayuda profesional, algo complicado en esos tiempos en que la desconfianza en el otro alcanzaba niveles insospechados. Llamé a un médico conocido que aceptó diagnosticarme de oídas, con el riesgo que eso implica, como ya se verá más adelante. Coincidió conmigo en que se trataba de un dolor muscular y preguntó inteligentemente por los medicamentos disponibles en casa, para evitar forzarme a romper mi ascético aislamiento.
Una píldora me alivió las molestias por completo. Pude continuar con mi rutina de presidiario y llegar hasta el reposo nocturno, que en esos días se veía interrumpido con demasiada frecuencia por angustias existenciales y terrores catastróficos. Esa noche pude dormir tranquilamente hasta que el dolor dio la vuelta y me embistió de nuevo, con la fuerza de un Miura de seiscientos kilos. Busqué el remedio conocido y con angustia descubrí que lo había dejado en el piso inferior. El camino se hizo largo y sinuoso, las piernas eran de trapo y caminaba cual marinero en tierra firme. Confieso que sentí miedo de aquel malestar desconocido que me asaltaba a mitad de la noche, cuando es más difícil conseguir ayuda.
La segunda píldora trajo paz en abonos, pero la mente ya estaba en plan de correr desbocada. No pude volver a dormir. De repente sentí el timbrazo de la vejiga que reclamaba alivio inmediato. Lo que hace años era una catarata vigorosa y alegre se había convertido en un manso arroyito cantarín que discurría suavemente. Las tonalidades del flujo eran extrañas, de un color pardo, como de vino pasado. ¿Será sangre? En ese momento decidí despertar a mi esposa para que me llevara al hospital. Sabíamos, previsores que somos, que uno en particular se había declarado no-COVID y hacia allá nos lanzamos. Eran ya las horas de los ladrones y malvivientes, cuando los que tienen la conciencia apagada están en lo más profundo del sueño.
Navegamos la noche con una suavidad acelerada. La ciudad me pareció extraña, como un amigo al que hace tiempo no ves y ahora encuentras viejo y demacrado. Al subir una pendiente vimos las luces intermitentes de unas patrullas que guardaban la entrada de San Pedro para prevenir que los contagios regresen al lugar en que se presentó el primero. Han creado una muralla que aísla al municipio más rico del país. Los policías, cansados y ojerosos, nos dejaron pasar rápido. La cornada se había reducido al recuerdo de un golpe viejo.
La entrada a Urgencias en el hospital fue más difícil que anotarle un gol a Alemania. Hubo que librar dos barreras que pretenden evitar la entrada del virus al hospital. No pude dejar de pensar que, si viniera infartado, estas demoras podrían significar la diferencia entre seguir aquí y despedirse para siempre. Adentro hubo que rebasar la segunda línea de defensa antes de poder hablar con una enfermera, solo para encontrar el muro defensivo final: hay que hacerse la prueba COVID y tal vez el seguro no la cubra.
La prueba rápida y una radiografía de pecho confirmaron que el virus aún no me encontraba y los doctores pudieron, al fin, iniciar el diagnóstico de mi dolencia. Eso no me libró de que una enfermera introdujera profundamente un isopo en la nariz para la prueba reina.
Varios análisis químicos y un TAC después, conocí la naturaleza de mis pesares: una piedra de regulares dimensiones habíase alojado, cual paracaidista sin papeles, en mis vías urinarias. Cuando llegué a la habitación del hospital caí en la cuenta de que había vuelto la reclusión. Fueron tres días en que el aburrimiento se alternaba con el dolor. Finalmente, el lunes, creo, un procedimiento quirúrgico me liberó de la infernal piedrecilla. Al día siguiente volvimos a casa.
Monterrey, NL a 17 de julio del 2020.