Duelo de fetiches para un afiche
El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar.
JORGE LUIS BORGES Hombre de la esquina rosada
Para mi esposa, Ángel Jacquez
En su origen, el tango no era melancólico sino jovial. Ligado al baile, su música aparecía como una expresión de fondo, como el acompañamiento más eficaz para un encuentro prohibido: el sonido que rebotaba en las paredes de un burdel, el rouge de los labios de la madama y el hombre solo, criollo o inmigrante, buscando la simetría de las piernas, el cruce furtivo, la mano de él en la espalda de ella, todo a un ritmo que no era el de la música sino el de dos cuerpos que exigían su propia métrica. Jorge Luis Borges decía que: “El tango crea un turbio pasado irreal que de algún modo es cierto, el recuerdo imposible de haber muerto peleando, en una esquina del suburbio”.
A partir de este mito fundacional, el escenario del Teatro Nazas fue tomado la noche del pasado jueves 19 de mayo por un trío integrado por el bandoneonista Raúl Jáquez, el violinista Mauricio Ocampo y el pianista Antonio Ramos, a través de un recital denominado Arráncame la vida, inspirado en aquel tango compuesto por Agustín Lara en 1934, una suerte de compadrito veracruzano que tenía una percha semejante a otro flaco noctámbulo como Enrique Santos Discépolo; ambos poseedores de un duende mefistofélico, trágico y dionisíaco.
En esos años, otro mexicano triunfaba en el Río de la Plata: el pintor David Alfaro Siqueiros, autor del legendario Ejercicio plástico, una obra comisionada por Natalio Félix Botana, director del diario Crítica que gustaba de coleccionar obras de arte en plena Década Infame, y que al final también se robó a la esposa del muralista, es decir, la escritora, periodista, poeta y proto-feminista uruguaya Blanca Luz Brum; ésa mujer aventurera, controvertida, fascinante y fuera de la ley que pudo ser Eva Perón o Frida Kahlo. Una historia que parece un tango en esencia pura.
El espectáculo presentado por La Lírica Producciones, un proyecto encabezado por Bernardo Fierros que apuesta por la generación de contenidos disruptivos en el arte lírico, la música de concierto, el crossover y el performance, contó con la participación de Noctango, compañía regiomontana dirigida por el bailarín argentino Paulo Mecchia, acompañado por Catalina Villarreal y que por momentos transformaron el recinto en una evocación de milonga al estilo de los bares notables, por medio de tangos y valses como: El choclo (1903), 9 de julio (1916), Corazón de oro (1928), Milongueando en el 40 (1941), Desde el alma (1911) y La Yumba (1946), ejecutados con pasión, elegancia y sensualidad.
Acá, con ritmo propio, en dos que se abrazan o se dicen, la música se hace transparente en esa unión de almas. La melodía puede sentirse como algo natural, olvidado, pues no dice más de lo que ya está dicho en el cuerpo que baila o en la palabra que expresa. El summum de éstos cinco artistas nos ilustra que la música del tango guarda un destino singular: el saber que está escrita por la danza o la palabra, por la colisión amorosa del cuerpo o por la reflexión, y a la vez, con el anhelo de querer salir de esos límites para encontrar su propio suelo, su marca sonora, su expresión más pura.
Desde que fue anunciado este concierto, se pudo advertir un respeto por la estética tradicional de esta expresión cultural que entre Buenos Aires y Montevideo se disputan una histórica paternidad. Así, el arte del fileteado tan característico de los barrios porteños, sobre todo en el Sur, vinculados a la iconografía popular, al obrero, al laburante, se hizo latente en su imagen publicitaria. “Si Discépolo dijo que el tango es un pensamiento triste que se baila; el filete es un pensamiento alegre que se pinta”, afirmó alguna vez Ricardo Gómez, famoso fileteador.
En ese sentido, el flyer –o, mejor dicho, el afiche– de Arráncame la vida nos invitó desde el inicio a adentrarnos en un universo plagado de inmigrantes y burdeles, de acentos extranjeros y sexualidad. Un mundo donde se confundían el niño bien, el patotero, el rufián, el proxeneta, el marginado, el anarquista, la prostituta y el invertido. De fondo, músicos, poetas y bailarines, el lunfardo hereje y las palabras en fino francés, el peringundín de La Boca y los patios de Palermo, las yirantas y las cocottes, la guitarra pobre y el piano aristocrático.
En el contexto local, Torreón es una ciudad post-industrial que no tiene mar, ni siquiera para darle la espalda. Sin embargo, en sus inicios porfiristas fue, entre otras cosas, una estación de ferrocarril. Un punto de inflexión que permitió el arribo de españoles, libaneses, palestinos, alemanes, franceses, holandeses y norteamericanos que, mezclados con nuestro pasado indígena y después, con el mestizaje vasco-tlaxcalteca, definió el carácter de ese individuo que llamamos lagunero, con una pretensión de modernidad a medio camino entre la autenticidad y la impostura que sobrevive hasta la actualidad.
Paralelamente, a finales del siglo XIX, pero a casi diez mil kilómetros de acá, nació el tango: entre el quilombo de africanos en las pampas, toques y llamadas de tambores, candombe; entre gauchos y guitarras, payadas milongueras y fantasmas de la indiada; entre el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, el Martín Fierro de José Hernández, y la literatura gauchesca de Hilario Ascasubi y Estanislao del Campo; entre marineros, inmigrantes, bandoneón, violín y flauta; zarzuelas, chotis, mazurcas, habaneras, canzonettas de los tanos y aires puccinianos; malevos con facón, guapos, futuristas y nostalgiosos en una esquina, zaguán, conventillo o cabaret.
La ciudad hervía de recién llegados: en 30 años pasó de doscientos mil habitantes a un millón. En sus calles se oían gritos en todas las lenguas y sonaban todas las músicas del mundo. Traen ideales, libros, partituras, costumbres, instrumentos, teatro. Era la contratapa del relato oficial del período conocido como el Orden Conservador, la élite oligárquica nucleada por la Generación del 80 que gobernó a la Argentina entre 1880 y 1916.
Bajo ese tono, el talento de un tridente de músicos que muestran una sinergia creativa, poco a poco se adueñó del coloso ubicado en la esquina de la avenida Matamoros y calle Cepeda, en lo que alguna vez fue el Cine Nazas, que abrió sus puertas en 1952. Por un lado, el bandoneón de Raúl Jáquez –alumno de César Olguín– nos lanza acertijos de más de cien sonidos, prendido del abrazo de los bailarines mientras sus dedos rozan las teclas para que, simultáneamente, los brazos y las manos de Paulo Mecchia conduzcan la frágil silueta de Catalina Villarreal, que lo sigue.
Sin embargo, Jáquez cuenta con un segundo instrumento: la voz, embajadora de la palabra del poeta y sus versos que son arrastrados por una cadencia triste y nostálgica. Aunque por instantes, con la malicia y el misterio de un linyera, su garganta con arena parece ser poseída por el gran Cacho Castaña cuando nos canta los versos de Horacio Sanguinetti y sentencia que: «Nada, nada queda en tu casa natal… Sólo telarañas que teje el yuyal». Por unos segundos se desprende del fuelle que rezonga y toma el micrófono como un trovador con ansias de crooner, provocando la emoción y el reconocimiento de un público que lo acompaña en esta aventura desde hace 20 años.
Por supuesto, el rigor de Mauricio Ocampo es un auténtico privilegio sonoro si tomamos en cuenta su formación académica en Italia, en especial en L’Istituto Superiore di Studi Musicali “Claudio Monteverdi”, en Cremona, y diez años de trayectoria en Camerata de Coahuila en la sección de violines segundos. Una de las obras en las que su virtuosismo es más sobresaliente es Corazón de oro, el legendario vals compuesto por Pancho Canaro en 1928.
Además, la aportación de Ocampo en este ensamble de tango reviste una mayor importancia al momento de interpretar notas cargadas de klezmer, herencia musical judía que viajó desde la Europa asquenazí –Polonia, Rusia, Ucrania, Rumania– hasta el puerto de Santa María del Buen Ayre, y que instaló un estilo muy particular de tocar el violín en barrios como Villa Crespo, La Paternal, Balvanera, Almagro o Abasto.
Paréntesis al margen, cuenta la leyenda que a Jorge Ribolzi, jugador de Boca Juniors, le apodaban “El Ruso” porque venía de Los Bohemios de Atlanta, el club de fútbol que tiene en el mítico Café San Bernardo un templo pagano en los límites también conocidos como Palermo Queens, producto de la gentrificación palermitana que alguna vez intentó apoderarse de la patria de Osvaldo Pugliese.
Finalmente, el pianista Antonio Ramos, descendiente de una familia de destacados músicos, poseedor de una sobriedad y versatilidad producto en gran medida de sus proyectos ligados al jazz y que viene consolidando su carrera. En la sangre de sus antepasados corre por igual el bolero, la bossa nova y el blues. Esta misma fórmula se presentó recientemente en el Teatro Alberto M. Alvarado de Gómez Palacio, con el título de La culpa la tiene Borges, inspirada en el poema JacintoChiclana (1965), del cual existe una versión moderna a cargo de La Chicana, el dueto argentino de tango-fusión liderado por Dolores Solá y Acho Estol.
De este modo, la noche nos iba entregando pedazos de destino, lenguaje y tiempo convertidos en un hecho escénico. Tal es el caso de El ciruja (1926) y Garufa (1927), obras en las que está presente el lunfardo, el argot que el tango elige para encontrar un refugio. No para encerrarse ni para volverse prisionero sino para construir su identidad, de mixtura, de tensión de opuestos que se resuelve en poesía, de margen embarrado y, paradójicamente, de belleza: «Era un mosaico diquero que yugaba de quemera, hijo de una curandera, mechera de profesión; pero vivía engrupida de un cafiolo vidalita y le pasaba la guita que le shacaba al matón», escribe Alfredo Marino en las épocas del presidente Marcelo Torcuato de Alvear, cuando surge en el radicalismo una grieta entre yrigoyenistas y antipersonalistas.
En el constructo lírico del tango, el lunfardo actúa como protector frente a la amenaza del poeta de escritorio. Pero también es un bálsamo frente a la palabra delicada, dicha desde las calles del centro y del norte de Buenos Aires; porque el tango que llega de los salones a las clases aristocráticas corre el riesgo de dejar de ser de barro para convertirse sólo en perfume francés, poético y elegante.
Una de las obras más entrañables del concierto ocurrió con la interpretación de Los mareados (1942), compuesto por Juan Carlos Cobián, con letra de Enrique Cadícamo, donde podemos acceder a una declaración de principios, es decir, la música del tango dice un tiempo que inventa y que a la vez realiza. Su ser es temporalidad, su existencia no está en el tiempo, sino que es tiempo. De algún modo se podría decir que Baires se temporaliza en el tango, construye la dimensión de un pasado y la posibilidad de su futuro a partir de su presente. Para este propósito, el trébol de maestros Jáquez-Ocampo-Ramos se brindó por medio de dos clásicos del repertorio tanguero: Cafetín de Buenos Aires (1948) y Afiches (1955).
Una idea similar se asoma en Borges (siempre Borges) que escribe con un halo casi metafísico: ¿Dónde estarán?, pregunta la elegía / de quienes ya no son, como si hubiera / una región en que el Ayer pudiera / ser el Hoy, el Aún y el Todavía. Y a pesar de reconocer al prostíbulo como espacio de gestación, a pesar de reunir la capacidad belicosa con el instinto sexual, Borges elige el coraje y la valentía más que la erótica de los cuerpos como la raíz del tango. Olvida el burdel y prefiere el duelo, la sangre, el carácter malevo –la mitología cuchillera– por encima del espíritu lascivo.
Hacia el final, los asistentes al Teatro Nazas pudieron disfrutar de Jugar con fuego (1999), compuesto por Marianito Mores y Andrés Calamaro; éste último más conocido por su participación en grupos de rock como Los Abuelos de la Nada, Los Rodríguez y su faceta de solista, pero que para nada es un improvisado en los «pagos» del tango si recordamos su álbum Tinta roja (2006), producido por Javier Limón –resposable detrás del fenómeno Lágrimas negras (2003) de Bebo Valdés y Diego ‘El Cigala’–, con versiones que incluyen: Sur, El día que me quieras, Mano a mano, Melodía de arrabal, Nostalgias, entre otros clásicos.
El telón cerró con un Chau, París (1950), de Ástor Piazzolla, el genio que concibió la absurda idea querer sentar al público, de mostrar su música sin bailarines y sin cantores, que tuvo la retorcida intención de involucrar al tango con Béla Bartók y Stravinsky, que para algunos ponía en predicamento toda la identidad del género. Al final era únicamente música, sin poetas, sin pistas de baile, sólo música, lo cual resultaba impensable para el tango en virtud de que las tristezas se bailan o se entienden, como afirmaba Discépolo, más nunca se escuchaban. El tango, en las manos de Piazzolla, se hace al fin música, lo que siempre fue.
El filósofo y escritor argentino Gustavo Varela afirma que: “El músico de tango debió abrir una grieta en la pared que ofrecía el baile o la poesía como forma de su identidad. Porque la música es tiempo y no espacialidad. Entonces ya no se trata de sexualidad ni de moral sino de una abstracción en corcheas, de un impulso ajeno al instinto y a la representación, armonía de instrumentos que responden más a la complejidad del dios Orfeo que a la simpleza de los hombres. La historia del tango es en parte la historia de una música que debió desprenderse de la danza y de la poesía para no quedar subordinada a ellas. Ni una aventura coreográfica ni versos llorones; ni prostíbulo ni sainete” (Mal de tango, Paidós, 2005).
Un fragmento de la oración fúnebre leída por el diputado peronista John William Cooke, como homenaje de despedida por el fallecimiento de Homero Manzi en 1951, apunta los siguiente: “El arte, como resultado final de una larga, compleja y depuradora serie de procesos espirituales, se asienta en lo más hondo del paisaje físico que circunda al creador. La obra de arte sólo existe y perdura cuando entre el creador y el suelo que lo sostiene se mantiene vivo un nexo comunicante, en forma tal que en la obra de arte se hagan patentes las virtudes de la tierra original”. Sin duda, todos los involucrados en el proceso de trabajo de Arráncame la vida comprendieron que la tierra no da frutos si no la riega el sudor.
El tango siempre fue, es y será parte de nuestra geografía emocional. Un modo de sentir que nos remite a ese patio con ladrillos donde allá en el tiempo nos enamoramos de una morocha pelirroja de rizos definidos y proporción áurea renacentista. Ésa mina que, rara… como encendida, la hallamos bebiendo linda y fatal. Una milonguera, bullanguera, casquivana que ríe con alma de loca. Porque nos gusta lo desparejo y no vamos por la vereda. Porque somos conscientes que primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al final andar sin pensamientos. Todos en algún capítulo cargado de dramatismo en nuestras vidas fuimos Ángel Villoldo, Eduardo Arolas, Celedonio Flores o Cátulo Castillo caminando por Barracas, San Telmo, Boedo o Nueva Pompeya. El amor es puro movimiento, un viaje. Y el tango es nuestra liturgia.
Jorge Lanata (n. 1960) nos estremece en su libro 56. Cuarenta años de periodismo y algo de vida personal, al recordar lo que el filósofo español José Ortega y Gasset opinaba en 1929, en relación a que el alma individual de los argentinos estaba dividida: “el futurismo optimista de la Pampa no es un ideal común o una utopía colectiva, sino un extraño estado psicológico individual”. Es una proyección hacia el futuro imaginario, una especie de mezcla de lo real con lo abstracto. Emana de la falta de seguridad interna, en virtud de que “el alma criolla está llena de promesas heridas y sufre radicalmente de un divino descontento”.
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