Los riesgos del ocio

Antes me gustaban los gatos. Ya no. Así de simple es la cosa. Antes incluso tenía un gato. Feo, pardo, ni negro ni gris, así tal cual: pardo. Su pelaje siempre erizado, despeinado igual que su dueña que en ese entonces era una adolescente entrando ya a la primera juventud. El nombre que le di cuando lo bajé del limonero del patio trasero de casa de mi mamá, pequeñísimo, todo sucio, salvaje, miedoso y greñudo, derivó en una serie de mimos que terminaron llamándolo Pibi.

En mi diario, el que me quemaron, tenía varias historias cuyos protagonistas o inicios o tema eran esos encuentros que de pronto tenía con felinos: bajando del camión en la noche que regresaba del teatro, camino al ensayo en las calles de Torreón, en la plazuela cuando me sentaba a leer, y un largo etcétera de historias eróticas, simpáticas, fantásticas o simples relatos de hechos. 

Sí, como pueden ver, me gustaban los gatos. Ya no. 

El tipo que quemó mi diario amaba a los gatos. Todavía los ama. Su amor por ellos terminó con el mío cuando me di cuenta que para él no era ningún inconveniente sacar el billete y hacer el gasto en la comida, fuera pollo o croquetas, para el gato; eso lo hacía inmensamente feliz y realizado;  pero lo pensaba mucho, incluso muchas veces no hizo el mismo gesto (no hay dinero) cuando se trataba de gastar en los tenis de los niños, la leche, los cuadernos, el doctor, pañales. 

A veces veo esos  comentarios en Facebook cuya imagen pretende hacernos creer que lo mejor de la vida es tener una casa llena de libros y de gatos. Yo ya tuve eso: gatos y libros amontonados por doquier en una casa prestada; con poesía leída en voz alta y la consigna de sentarte a escuchar atenta sin cocinar ni atender bebés, so pena de ley de hielo; con una máquina de escribir más cuidada que la ropa limpia donde él siempre dejaba se acostaran sus animales, so pena de furia si yo los sacaba de ahí; con periódicos más respetados que el dormir del bebé o de la madre recién parida; con revistas que no se podían echar a la basura ni cuando se supo que el moho era lo que le causaba alergia al bebé. 

Así es queridos todos, ya tuve las tardes de lluvia (que se volvió monzón), con el café en la mano ( para aguantar el hambre), cientos de libros a mi alrededor (sin dejar espacio para nada más), mientras contemplaba a través de la ventana deseando que todo terminara, que llegara el calor, que hubiera comida en el refrigerador o en la alacena, que se secara la ropa del bebé o por lo menos que terminara el frío para tenerlo desnudo un rato, que creciera para poder irme a trabajar porque al parecer, al poeta, le faltaban los cojones para hacerlo.

Los gatos se convirtieron en objetos desechables al igual que los libros. He vendido tres bibliotecas desde que soy madre; lo cual es esperanzador para ustedes ¿ya ven que fácil se puede uno hacer y deshacer de objetos? Libros que se convirtieron en comida, vestido, agua, luz, piñatas, doctor y un largo etcétera que requieren los hijos de los llamados poetas en pie de lucha que prefieren pensar en cómo viajar a Chiapas a apoyar la resistencia, en lugar aceptar empleos (¿cómo crees que voy a vender hamburguesas yo?, tengo un título universitario) que puedan sostener a esos hijos que tienen a diestra y siniestra.

Los libros fueron y vinieron. Mi cuarta biblioteca se construye  a partir de lo que soy y lo que quiero, ya sin la impuesta pretensión de “La Poesía”, sino con la realidad de la creación.

Ya no tengo cajas para rescatar libros. Qué ardan. En una emergencia no dudé en dejar al gato. Que sobreviva solo. En una emergencia, se salva lo esencial.

Al hombre de los gatos y los libros, nunca lo salvaría.