Los riesgos del ocio
Las primeras amigas que tuve fueron mis primas. Había tenido amigos, o algo parecido cuando estuve en ese maravilloso jardín de niños modelo en la ciudad de México. Recuerdo sentarme siempre con dos chamacos, ignoro sus nombres, y haber compartido lo que ellos llevaban de comer. Recuerdo batirme las manos de pintura y tierra junto con ellos, pero todo eso se vuelve memoria muy vaga. Tengo más clara la imagen de Ernesto, vecino cuya madre evoco siempre impecablemente peinada y enjoyada. Guardo reminiscencias de él y yo disfrazados de novios rumbo al altar, construyendo un pastel de dados, teniendo cuidado con un bebé, su hermano. Ambiguos destellos de un pasado aún más impreciso.
Lo que sí recuerdo bien, y por eso sé que de ahí surgieron mis primeras amigas, es a mi prima Solecito, dándome la mano en pre primaria, en un colegio que, viniendo de una libertad total del kínder, me era hostil. Las monjas y su clasismo me daban miedo, igual que los niños y sus múltiples formas de intimidarnos. Pero ahí estaba mi primera amiga, dándome la mano y retando a los demás con esa actitud de “lo que le haces a ella, lo pagas conmigo” que tuvimos como protección en el violento mundo de colegio. No a todos los primos les resultó, no todos nos dimos cuenta a tiempo de los diversos modos como fueron maltratados muchos de los nuestros, no pudimos proteger ni ser protegidos de todas las intrigas y violencias del colegio. Pero en mi caso, gané una amiga y la invisibilidad ante la Güagüis y su afán de espolvorear con chile piquín los ojos de las demás.
Sol fue la primera de las que he ido sumando. El primer grupo que se formó, antes de que las amigas, los intereses diversos, los novios y el mismo curso de la vida nos separaran, era una sociedad de cinco niñas, a veces seis. Variable que fue creciendo al mismo ritmo que nosotras. Algunas chicas ajenas a la familia lograron adaptarse a nosotras, otras no, provocando la fragmentación del grupo. No importa, lo vivido en nuestros primeros años deja un lenguaje común, una serie de confidencias que nos siguen hermanando así pasen cinco o diez años sin vernos todas.
Podemos ignorar que estamos en el mundo por periodos muy largos, luego sucede algo que nos lleva a la misma cocina, azotea o sala donde compartimos tanto y el tiempo se dedica a demostrar de qué estamos hechas en el fondo. Todas guardamos retazos de unas y otras. A veces nos parecemos más de lo que las fotos dicen y las mañas de las demás son las nuestras.
Sabemos quién es más fácil de trato que la otra, conocemos los increíbles miedos de las más valientes; las risas tontas son un recuerdo de eso que se niega a morir, una memoria de las niñas que fuimos, libres antes del dolor, antes de huir, antes de entrar a la vida que nadie nos contó sería así, pero ni modo. Nos aguantamos y seguimos hablando a gritos lo que pudiera parecer secreto para los demás.
Las amigas que se tienen desde la infancia son para siempre. Al menos en mi caso. Porque no solo se trató de dormir, bañarnos, comer o escuchar música juntas, sino de hacer conjeturas sobre el futuro, descubrir lo que los adultos intentaron ocultarnos, aprender que nuestros padres eran tan humanos y pecadores como cualquiera y tranquilizarnos con ello, supimos encontrar nuestras armas contra esos dolores familiares, para intentar no repetir. Aunque el esfuerzo a veces no resulta cuando los genes se encuentran bien arraigados.
Mis primas, cuando nos juntamos a parlotear sin un orden o un tema establecido, me recuerdan a esa niña que fui, mi esencia. Vuelvo a ser la verdadera yo.