Los riesgos del ocio
Llega el momento en la vida de toda mujer asalariada de comprar ropa interior. En lo personal, es un tiempo que pudiendo ser lleno de gozo, resulta colmado de dudas, temores y fracasos. Porque, para comenzar por lo fácil, la ley de Murphy dicta que ese brasier que te encantó, el de encaje color malva, con detalles en el escote y tirantes sexies, no va a existir en tu talla.
La escena podría ser así: llegas a la tienda, te hace un guiño el sostén de tono menta y listones magenta, te enamoras, lo tomas en tus manos, sientes su textura sedosa entre tus dedos, sabes que has encontrado al amor de tu vida, lo volteas, buscas la etiqueta y ¡no! No es tu talla y “no señorita, esa talla es la última en ese modelo”. Lloras silenciosamente tu pérdida, mientras la dependienta te lleva, llena de compasión o con una sonrisa burlona (todo depende de la experiencia de la vendedora) a buscar algo en la pobre y desolada variedad que hay de tu medida: negro y nude con tirantes de lo más burdo y sin un solo encaje, moño, botoncito de brillo, atisbo de sensualidad en el material o broche coqueto en el escote.
Triste, pero mientras tenga un sueldo de empleada no podré pertenecer a ese fabuloso porcentaje (muy pequeño, por cierto) de afortunadas que pueden llegar con la mano en la cintura, sin necesidad de llevar monedero, a lugares míticos donde todo se vuelve espejos, colores champaña en las paredes, velos simulando una elegante discreción, empleadas con cintas métricas y muestras de encajes, sedas, razos, chiffones, charmeuses, organzas, crepés y mil cosas más que la loca de mi imaginación me sugiere puede haber en esos sitios, a donde solo tendré acceso a través de las leyendas urbanas que se susurran sobre ese mágico espacio donde la ropa interior la confeccionan a tu gusto y exacta medida, con precios totalmente ajenos a la realidad de mi quincena.
A veces las diosas se compadecen de una y encuentras perdido en alguna tienda de por ahí, que pasaste rumbo a alguna diligencia importante, un sostén que te grita “eh, ven por mí” y, dispuesta a sacrificar la diligencia mencionada por el placer de sentir sobre tu cuerpo, en la total y absoluta intimidad donde nadie sabe lo que tienes debajo de la blusa pero te hace sentir preciosamente empoderada, te gastas lo que no esperabas en esa talla, color, sensación y hermosura justo del tamaño requerido por tus senos.
Tendré que esperar a que fallezca ese desconocido pariente ultra millonario que me heredará la fortuna con la que podré hacerme del fabuloso brasiere de brillantes que estoy segura también ustedes queridas, desearon tener en sus senos, aunque fuera nada más para sentir el peso de las piedras y la magia de lo hermosamente impráctico por una vez en la vida.